Abanico
En noviembre de 1983, mientras le hacía la guerra secreta a la revolución sandinista de Nicaragua, el presidente Reagan nombró al estratega del geopoder Henry A. Kissinger como responsable de una comisión bipartidista para encontrarle una salida a Centroamérica. Las guerrillas nicaragüense y salvadoreña estaban incendiando la región con el apoyo de Cuba y México.
A partir de su arrogancia de la supremacía del poder, Kissinger llegó a la conclusión realista de que los seis países centroamericanos eran naciones “no viables”; es decir, que carecían de niveles de desarrollo social, económico y político. Después de entregado el informe Kissinger en 1984, el gobierno de Reagan aprobó la Operación Irán-Contra: vender clandestinamente armas a Irán y entregar a la contrarrevolución nicaragüense el dinero para financiar su rebelión interna contra el gobierno sandinista: el enfoque contrainsurgente y no de desarrollo.
El recordatorio de la historia del intervencionismo estadunidense en Centroamérica es importante por acontecimientos actuales. Uno de los operadores del Irán-Contra fue el ultraderechista Elliott Abrams, en 1985 subsecretario de Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento de Estado, hoy encargado especial por designación del presidente Donald Trump el caso Venezuela y por lo tanto de la intervención política estadunidense en la crisis de Maduro para imponer a Juan Guaidó como un presidente funcional a los intereses de Trump y de la comunidad conservadora de los EE. UU.
La crisis de Centroamérica ha comenzado a inquietar en los EE. UU. por las oleadas de centroamericanos –sobre todo hondureños– que están aglomerándose en la frontera mexicana con los EE. UU. solicitando visas humanitarias. En cálculos no formales, el año pasado y este podrían sumar 50 mil personas. Lo que ha impactado en los EE. UU. ha sido la formación de caravanas que cruzan todo el territorio mexicano y la irrupción por miles en la frontera sur de México sin pasar por los controles migratorios. Las razones de los centroamericanos es la violencia criminal y la pobreza en sus países; y quieren entrar a que los EE. UU. les den comida, casa y empleos.
Los problemas en los países centroamericanos que motivan la migración en masa son identificables: corrupción, desempleo, violencia del crimen organizado, desigualdad social. Pero el problema central no es el crecimiento económico, sino la distribución de la riqueza: el PIB promedio anual en 2017, 2018 y previsto para 2019 de los seis países de CA es de 2.5%, nada mal para una economía intencional en modo bajo de actividad económica. En términos generales, el 80% de los habitantes de CA viven en condiciones de restricciones sociales.
El Informe Kissinger de 1984 concluyó que el problema de Centroamérica era de efervescencia revolucionaria, acicateada por Nicaragua sandinista y presionada por el intervencionismo de Cuba. Es decir, la región fue asumida como un problema de seguridad nacional para Washington. Trump ve a Centroamérica como un problema de migración sin calidad y sí por pobreza. Y los temores de seguridad de Trump radican en la infiltración en las caravanas de personas vinculadas al crimen organizado, a bandas como la Mara Salvatrucha y a sectores pobres sin capacidad educativa ni tecnológica. Sus nuevas reglas exigen justamente inglés, estudios y aportación de conocimiento para ingresar.
Trump no ha hecho nada por entender la lógica social de las caravanas. En este punto, le ha trasladado la crisis a México y su inexistente política migratoria centroamericana. La política mexicana de puertas abiertas ha permitido el ingreso de centroamericanos sin conocer sus condiciones sociales ni sus relaciones –sí las hay– con los cárteles del crimen organizado. El miedo estadunidense es fundado, pero mal procesado: la posibilidad de que en las caravanas se infiltres miembros de organizaciones terroristas.
México acaba de aprobar un programa solicitado a la Comisión Económica para América Latina sobre la situación económica y social en Centroamérica y un plan de desarrollo regional para aumentar la calidad de vida en la zona y de esa manera disminuir la fuga de centroamericanos hacia el norte del continente. El plan fue entregado la semana pasada, basa su potencialidad en una inversión de 10 mil millones de dólares anuales y un esfuerzo inaudito para potenciar el modelo de desarrollo. México no tiene ese dinero y el canciller mexicano Marcelo Ebrard Casaubón ya tuvo mensajes claros que a la Casa Blanca no le interesa participar.
Lo que viene es una fase de mayor movilidad centroamericana, de tensiones en la frontera mexicana con la región sur del continente y desde luego de quejas estadunidenses. Trump ha movilizado tropas en su frontera sur con México, pero la estrategia de los migrantes es sencilla: cruzar a fuerzas, propiciar su arresto, ir a jueces a abrir un proceso judicial, que los liberen bajo palabra para analizar sus demandas y quedarse en territorio estadunidenses aglomerando las ciudades del sur.
La única salida de la crisis es el desarrollo. Pero en los hechos, los gobiernos y los sectores productivos centroamericanos nada han hecho para aumentar los niveles de crecimiento económico. De los seis países de la región, sólo Nicaragua ha tenido saldos negativos en su PIB: –4.1% en 2018 y previsto–2% para 2019.
Las propuestas de la CEPAL son utópicas, de largo plazo y requieren de enormes volúmenes de dinero, sin tener garantías de que las inversiones generen desarrollo y no se vayan por el hoyo de la corrupción crónica en la región. Trump no va a invertir en la zona y seguirá exigiendo contención policiaca o militar por parte de México.
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