Abanico/Ivette Estrada
La frase la gritó Andrés Manuel López Obrador en el Congreso de Morena celebrado el domingo, y la dirigió a sus opositores, derrotados en las pasadas elecciones: “¡Tengan, para que aprendan!”.
Inédito es que el próximo presidente de la república, es decir de todos los mexicanos, se dirija así a quienes votaron por otras opciones.
Y más extraño aún que una de las partes más destacadas de su discurso haya sido que si bien hubo triunfo en las elecciones, “la victoria será cuando se logre la reconciliación nacional”.
Vaya forma de reconciliar: “¡tengan, para que aprendan!”
Hay que entender el contexto en que se dio esa frase y el mensaje de López Obrador.
Fue en una reunión de partidarios de Morena. Subrayo de Morena, porque en ese partido anidan algunos de los grupos más radicales del país, que creen en el “socialismo del siglo XXI”.
Que creen el cuento de que el pueblo bueno es sometido por mexicanos malos, manejados por la mafia del poder.
En otras palabras, le creen al AMLO candidato y se desconciertan con lo que hace el AMLO presidente electo.
A ellos se dirigió López Obrador, para tranquilizarlos y mandarles el mensaje de que él no llegará al poder para tocar el violín -dijo-, “que se toma con la izquierda y se toca con la derecha”.
Entre los seguidores más activos de López Obrador hay inquietud -basta leerlos-, como es el caso de Adolfo Gilly, porque en efecto manda señales que los inquietan.
Nombró como Jefe de la Oficina de la Presidencia a Alfonso Romo, que es un empresario cercanísimo -en su momento- a los “presidentes neoliberales”. Defensor de Augusto Pinochet con quien -dicen ellos y seguramente mienten-, hizo negocios. Pionero en México de los experimentos para producir alimentos transgénicos.
En la secretaría de Educación Pública puso a Esteban Moctezuma, un político respetable al que injustamente acusan de haber intentado matar a traición al subcomandante Marcos el 9 de febrero de 1995, cuando era secretario de Gobernación de Ernesto Zedillo y fracasó la emboscada para “cazar” al jefe del EZLN.
No va a subir impuestos. Es decir, “los ricos” no van a desembolsar lo que debe repartirse entre los pobres, a través de programas sociales o entregas directas.
Se preguntan ¿cómo es posible que no vaya a derogar la reforma energética?
Va a ser observada durante un tiempo y los contratos que se asignaron (por medio de licitaciones impecables, elogiadas por Alfonso Romo) van a revisarse para ver si hubo o no corrupción, cosa que es obligada en un cambio de gobierno.
La reforma educativa va a ser sustituida por otra, y sólo se habla de anular la evaluación “punitiva”.
¿No que íbamos a demoler las reformas neoliberales?, se preguntan.
¿No votamos acaso para castigar a la mafia del poder y extirpar el neoliberalismo?
Sus seguidores más exigentes, que son muchos, empiezan a ver señales de que AMLO -para seguir con las metáforas- va a conducir el coche nacional como lo hizo Luis Echeverría: poner las direccionales hacia la izquierda y doblar a la derecha.
El coche, como sabemos, acabó estrellándose de frente.
Lo cierto es que están intranquilos pues olvidan que, siempre, uno es el candidato, otro el presidente electo, y otro el presidente constitucional.
¿Cómo va a ser López Obrador?
Para algunos es una incógnita, dados los movimientos que ejecuta como presidente electo. Algunos de ellos francamente positivos.
En todo caso, de lograr un poco de lo prometido, será ganancia.
Si puede bajarle unos puntos a la pobreza y dos rayas a la corrupción, y además disminuye la violencia y abona en la reconciliación nacional, la presidencia de López Obrador será buena.
Pero si usa la incapacidad de tener logros en esos propósitos como un pretexto para perpetuar a Morena en el poder, nos va a ir muy mal.