Observar a la abogacía/ José Antonio Bretón
Nezahualcóyotl, 3 de diciembre, 2016.- Ella despertó un día fuera del vientre de su madre, y del mundo se maravilló, sin reconocer aún que ella era la maravilla que hace inmortal a la humanidad. Ella aprendió a caminar y supo que el mundo se ensanchaba y el universo, con seres con ella, era mejor y más amable y cálido y amoroso e infinito.
Ella creció y supo que el mundo era más de lo que imaginaba, que en sus aristas más espinosas hombres y mujeres de todas las edades padecían, porque lo que pensaba de todo y para todos resultó ser de todos para unos cuantos.
No perdió el ánimo, sin embargo. Resistió a ser lo que era, porque quería ser mucho más y más: la célula de un cuerpo, el todo de la Creación, la levadura del pan, las notas de la música, el engrane del reloj.
Supo de arrullos y ternuras, de paisajes y ciudades que se abrieron a la inmensidad que ella es. Se reconoció en las otras como ella y se vio en el cielo, en la tierra y en todo lugar: en la escuela como alumna y maestra, como madre e hija; se vio en el mercado como marchanta y ofertando los productos de la tierra vueltos alimento que ella y las demás prepararían para los otros: hijos, hijas, nietos, abuelas, y entendió que a ellos debía enseñar lo que aprendía para que hicieran lo mismo y el saber fuera de todos.
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