Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Muchos saben que el músico Armando Vega-Gil recurrió al suicidio porque resultó arrinconado por un mensaje anónimo que lo señalaba como presunto responsable de acoso sexual, a menores.
Nadie podrá saber si Vega-Gil era responsable o inocente porque el caso no llegó a la autoridad, porque la denuncia nunca fue presentada de manera formal ante un juzgador competente y porque no existió la posibilidad de que el Poder Judicial pulsara el argumento de las partes para determinar inocencia o culpabilidad del músico.
Tampoco conocimos –y no la conoceremos–, la identidad de la presunta atacada; supuesta víctima que lanzó la acusación a través de un anónimo. Tiró la piedra y escondió la mano.
Y no sabremos quien fue porque la acusación se hizo a través de redes sociales –que son el reino del anonimato–, a través de un mensaje sin rostro, sin nombre y apellido y que luego de la tragedia fue borrado.
Lo peor del caso es que tampoco sabremos si detrás del mensaje subido a la cuenta de twitter #MeTooMusicosMexicanos había una persona real, un ciudadano de carne y hueso, una presunta víctima o si, de plano, se trató de uno mas de los miles y/o millones de bots creados para sembrar odio, para vengar una ofensa o simplemente para estimular una falsa tendencia en redes
Lo que si sabemos, sin embargo, es que más allá de la justicia de las instituciones, del debido proceso, de la presentación de pruebas a favor y/o en contra del presunto atacante, ya existe un tribunal mediático –el tribunal de las redes–, que además de conocer el caso lo convirtió en tendencia interesada mediante miles de bots que juzgaron y –a ojos cerrados y oídos sordos–, sentenciaron sin ningún rigor legal.
Y es que en los tiempos modernos –tiempo digitales–, las redes sociales son mucho más que un medio de comunicación; son el factótum que premia o castiga, juzgan y sentencian; son los modernos jueces morales, laborales, éticos y hasta estéticos que lo mismo destruyen famas públicas que exaltan supuestas virtudes sacadas del basurero.
Ese poder impersonal llamado redes –que según The New York Times se nutre de más del 90 por ciento de cuentas falsas–, movido por bots salidos del anonimato y de la manipulación interesadas, es la versión moderna del Santo Oficio.
En efecto, las redes son un moderno tribunal moral, ético, político y social que lo mismo manda a la pira a los infieles de Morena, que lincha a los críticos del gobierno de Obrador; que crucifica y manda al cadalso a todo aquel que parezca acosador o perseguidor de mujeres y hasta a quienes disienten de las letras de Juan Gabriel.
Ese tribunal medieval –movido por lo más cuestionable de la condición humana, como el fanatismo, la intolerancia, el odio, el rencor, la envidia, la venganza, la intriga y la mediocridad–, es el tribunal que señaló a Armando Vega-Gil, lo condenó y lo empujó al cadalso.
El mismo tribunal que condenó a Nicolás Alvarado por atreverse a cuestionar a Juan Gabriel; tribunal que sentenció al historiador Enrique Krauze por disentir del presidente López Obrador y es el mismo tribunal que ordenó el linchamiento contra Ricardo Alemán, el autor de esta columna, por ser uno de los más severos críticos de AMLO.
Pero lo que pocos quieren ver y otros se niegan a creer, es que el Santo Oficio de hoy, las “benditas” redes, son el más potente instrumentos de manipulación social que ha conocido la humanidad en toda su historia.
Y es que sólo basta pagar a una granja de bots –que pueden estar del otro lado del planeta–, para orquestar una campaña de odio, difamación, calumnia y engaño contra el enemigo político no deseado, contra el adversario empresarial señalado o contra el periodista odiado.
Y recibido el pago, se desatan miles o millones de anónimos que viralizan odio, difamación, calumnia y engaño.
Y entonces el odiado, difamado y calumniado se convertirá, durante horas, en enemigo público número uno; entonces se creará la percepción de que ese odiado, difamado y calumniado es la representación terrenal de Satán y, entonces “la plebe” exigirá el despido, el despojo y hasta llevar al cadalso al infiel que cayó en las garras del Santo Oficio.
Por cierto, gracias al Santo Oficio de las redes, Obrador llegó al poder.
Por eso la pregunta: ¿Quién será capaz de acabar con el Santo Oficio y de hacer valer la ley?
Al tiempo.