Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Allá y aquí: crisis del sistema representativo
Los últimos procesos electorales en Iberoamérica y en Europa estarían dejando en la ciencia política un mensaje preocupante: la crisis de la democracia representativa y su sistema de representación correlativo. Resulta, como acaba de ocurrir en España y en Iberoamérica con gobiernos populistas, que las alianzas poselectorales están distorsionando el sentido original del sistema de representación política: los electores votan por una propuesta concreta y en las coaliciones a posteriori se perciben ideas diferentes a las votadas.
Ahora en España se ve con mayor intensidad: los que votaron por el PSOE lo hicieron pensando en contra de Unidas Podemos y hasta, de manera obvia, los independentistas. Pero para construir una mayoría parlamentaria se han dado arreglos que podría decirse que traicionan el sentido del voto de los electores. Es cierto que las reglas electorales son estrictas: se hace gobierno la mayoría absoluta directa (51% de legisladores) o la mayoría simple si es más que los votos en contra jugando a las abstenciones.
El modelo de sistema de representación política –siguiendo a John Dunn en Libertad para el pueblo. Historia de la democracia– fue la tercera fase francesa de la asamblea como instancia de representación popular. Antes, mucho antes, existió el modelo griego de la asamblea del pueblo y se ha puesto como ejemplo a la Grecia de Pericles, aunque Tucídides en Historia de la guerra del Peloponeso señala que Pericles encabezaba una democracia, pero dirigida por “el primer ciudadano”, es decir, el primer populista en la historia de los regímenes políticos.
Entre el modelo de democracia popular de ágora y el de la revolución francesa estuvo, muy cerca en tiempo histórico de ésta, la revolución estadunidense. Y Dunn acredita el concepto de democracia representativa “casualmente” acuñado a Alexander Hamilton en 1777, un par de años antes de la revolución francesa. Vale el esfuerzo de comprensión de copiar el párrafo textual:
“Una democracia representativa, en la que el derecho a la elección está bien asegurado y regulado, y el ejercicio legislativo está investido en personas selectas elegidas verdaderamente y no de manera nominal por el pueblo, tiene más posibilidades de ser feliz, regular y durable”. (Cursivas de Hamilton.)
Y en el espacio histórico de contraste le tocó a Robespierre definir el salto histórico de la democracia; “la democracia no es un Estado en que el pueblo en asamblea continua regulara por sí mismo los asuntos públicos”.
En fin, que la democracia representativa, como señalaba Hamilton, debía de reflejar el sentido del voto. Y ahora vemos en España y en los populismos iberoamericanos cómo se tergiversa en aras de construir liderazgos para ejercer el poder, alianzas contrarias a los sentidos originales del voto. Si los españoles hubieran querido darles espacio a los independentistas, entonces debieron haber votado por ellos. Al sufragar por el PSOE no se vio, al menos yo no lo vi desde México, algún mandato para alianzas hasta oximorónicas con los independentistas con juicios en curso.
Los populismos son similares. Caudillismos personales acuden al voto del pueblo en busca de algún permiso especial para pasar de la democracia representativa –es decir: configuración de poderes políticos vía el voto para representar a toda la sociedad plural– a una democracia personal. Y no se trata sólo de los liderazgos latinos –por aquello de la sangre caliente–, sino de deformaciones históricas en los EE. UU. de Hamilton con el modelo de “ejecutivo unitario” o caudillismo personal que ha desarrollado Donald Trump en la presidencia y por encima de la representación de los legislativos como verdadera pluralidad de la nación.
La democracia se ha estudiado como forma de gobierno y como forma de Estado, pero hay pocos análisis profundos sobre la democracia como representación de la sociedad plural.
El problema parece radicar en las coaliciones a posteriori del ejercicio democrático del voto. Los partidos ganadores asumen toda la libertad para aliarse con quien le garantice la mayoría para llegar al poder, no la que suponga una coincidencia de proyecto político y de gobierno. Las leyes españolas dan tiempo para que el partido más votado sin mayoría absoluta la pueda construir sin la participación de sus votantes. En todo caso, lo democrático sería permitir las coaliciones antes de las elecciones para garantizar el sentido ideológico, político o de comodidad del voto y no ver a veces con pasmo y hasta furia que su voto por un partido se tergiversa cuando ese partido busca pactar con el Diablo.
Los populismos suelen ser aún más complicados, porque el sentido del voto se asume a favor de una persona –el caudillo– con permisibilidad para construir alianzas con quien sea, porque se trata de un regreso a la democracia de ágora donde –de nuevo la cita de Tucídides– en la Grecia de Pericles se ejercía la democracia de plaza, pero el poder lo detentaba el “primer ciudadano”, el caudillo, el líder, el iluminado.
La democracia representativa de los EE. UU. y Francia está a debate, quizá no aún en crisis, por las alianzas que tergiversan el sentido del voto que construye la representación en estos casos parlamentarias y presidenciales. En México, por ejemplo, López Obrador jaló muchos votos laicos por su discurso juarista –el Benito Juárez que destruyó el fuero religioso y construyó el Estado-nación civil–, pero en las últimas semanas está abriendo el poder civil a organizaciones religiosas que nada tienen que hacer en política cuando su espacio es de Dios y no del César.
Falta ver si la tergiversación de la democracia representativa liquida los fundamentos de la representación y deja a los liderazgos políticos definir en los hechos una representación diferente a la votada en las urnas como democracia electoral.
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