Indicador político
El Mundial de futbol es un desastre. A 24 horas del silbatazo inicial, el gobierno brasileño, el Comité Organizador y demás involucrados en el evento están reprobados. Entre 165 millones de brasileños pobres –y no tanto– hay pesimismo y desánimo; el campeonato puede alcanzar altas temperaturas debido a las decenas de protestas y movilizaciones que asolan el país.En los últimos días se ha visto cómo huelgas y marchas han convertido en un caos algunas de las principales ciudades del “país del futbol”. En las calles de Sao Paulo se respira tensión… la tregua de trabajadores del metro se sostiene con alfileres.
Los ciudadanos están furiosos por los elevados costos del Mundial –más caro que los de Alemania y Sudáfrica, juntos–; la cuenta suma hasta ahora 14 mil millones de dólares, una cifra casi tres veces superior a lo previsto.
El descontento popular se palpa y se extiende por todo el país amazónico. El Movimiento de los Sin Techo –junto con maestros, trabajadores y organizaciones indígenas– se mantiene en pie de guerra desde hace un año, cuando la Copa Confederaciones sirvió de gran ensayo para organizadores e inconformes.
Hace siete años, la elección de Brasil como país anfitrión de la vigésima Copa Mundial parecía natural. La economía amazónica estaba en ebullición; el crecimiento del país sudamericano era del 6.1 %. El ex guerrillero Luiz Inácio Lula Da Silva se plantaba como líder neoliberal –dócil por excelencia– responsable del milagro brasileño que logró sacar de la pobreza a 27 millones de habitantes, quien generó un crecimiento explosivo de la clase media y creo más de 15 millones de empleos. La cúspide del gran fenómeno económico llegó en 2010, cuando Brasil creció al 7.5%.
Pero aquello que Lula presumió como verdad acabó en gran mentira. En 2011 la economía brasileña frenó en seco; la actividad industrial desplomó; sobrevino el estancamiento. En los últimos tres años el crecimiento de Brasil no ha superado el 2.3%… y para este se espera 1.8%.
Lula queda para la historia como un merolico de alquiler y de paso hunde a su valida sucesora.
El proceso de organización mundialista no ha contribuido a impulsar la actividad económica, por el contrario, ha servido para enfatizar la corrupción y el despilfarro en una nación plagada de problemas.
Los 14 mil de millones de dólares gastados hasta ahora son un insulto para el pueblo que reclama al gobierno por no haber invertido ese astronómica cantidad para resolver problemas y prioridades en materia de educación, salud y vivienda.
Tan solo en estadios, el sobrecosto es superior el 30%, dineral que ha ido a parar a las chequeras de fascinados empresarios y funcionarios responsables de un sinnúmero de licitaciones públicas. «Lo que había de ser gastado, robado, ya fue” alega Joana Havelange, nieta del ex presidente de la FIFA, Joao Havelange, e hija del ex presidente de la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF), Ricardo Teixeira.
A nadie extraña el desplome del apoyo popular al torneo. Apenas 52% de los brasileños está de acuerdo con el evento, el nivel más bajo que registra desde noviembre de 2008, cuando el respaldo llegaba a 79%. Al mismo tiempo, los brasileños contrarios a la Copa pasaron de 10% en 2008 a 38%.
Hace un año, Joseph Blatter –mandamás de la FIFA– reconocía la posibilidad de haber cometido un error al otorgar la sede a Brasil. Hoy, la presidenta Dilma Rousseff debe preguntarse lo mismo, mientras deshoja la margarita de asistir o no a la ceremonia inaugural.
El primer derrotado mundialista es desde ahora el gobierno brasileño que busca reelegirse en octubre. Sólo un milagro podrá convertir en un éxito económico –y político– la justa futbolera, pero nada hace pensar que la suerte de Brasil pueda ser distinta a la de las últimas cinco sedes mundialistas, donde las pérdidas fueron común denominador.
… y ahora sólo falta que Brasil tampoco gane en la cancha.