Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
La expropiación petrolera de 1938 fue sin duda el episodio cimero en la construcción del nacionalismo mexicano después de la Revolución y uno de los sustentos ideológicos y programáticos del moderno Estado mexicano. En materia de política exterior, redefinió la naturaleza de la relación con los Estados Unidos y con el mundo en general e influyó en las determinaciones jurídicas sobre los recursos naturales en los países de América Latina. Fue un paradigma que contuvo casi todos los elementos que después se encontrarían en otras manifestaciones nacionalistas, muchas de las cuales se modelaron más o menos conscientemente en la experiencia mexicana. Al mismo tiempo fue particularmente dramática precisamente por haber sido el primer suceso de esa naturaleza: la expulsión de empresas petroleras extranjeras de un país subdesarrollado en nombre de la soberanía nacional. El ejemplo mexicano facilitó la consumación de expropiaciones en otras latitudes.
En mayo de 1938 Cuba promulgó una ley que reservó al Estado los derechos sobre los recursos minerales, limitó a treinta años las concesiones e impuso una tasa del 10% a la producción; en agosto siguiente Costa Rica intentó nacionalizar los servicios de luz, transporte y telefonía; en Colombia la producción petrolera fue declarada de utilidad pública y por lo tanto sujeta a expropiación; en 1939 Chile organizó un monopolio gubernamental para la distribución y venta de petróleo; en 1941 Ecuador promulgó una ley minera basada en la de México; Brasil nacionalizó la industria petrolera y decretó la propiedad estatal sobre los depósitos de carburo y las refinerías; Uruguay expropió seis refinerías angloamericanas y en 1949 Argentina incorporó preceptos constitucionales nacionalistas en materia de recursos del subsuelo.
Raúl Benítez nos recuerda que el ejemplo mexicano al resto de los países del tercer mundo fue notable en los años de la posguerra. La expropiación de 1938 es el antecedente de la nacionalización del petróleo en Irán en 1949, en Perú en 1968 y en Venezuela en 1976; de las minas de estaño en Bolivia en 1952; de las empresas fruteras pertenecientes a la United Fruit en Guatemala, de 1951 a 1954; de la nacionalización del Canal de Suez en 1956 en Egipto; de la nacionalización de las empresas mineras de cobre y salitre en 1971 en Chile; y de los tratados que regresaron el Canal de Panamá a la soberanía de aquel país en 1977. En lo que respecta al Canal de Suez, hay testimonios de que a solicitud del gobierno egipcio, el presidente mexicano Adolfo Ruiz Cortines nombró como Embajador a uno de los actores de la expropiación, don Alejandro Carrillo Marco, con la misión expresa de compartir con el régimen de Nasser aspectos políticos y legales de la expropiación mexicana que pudieran servir de sustento a la nacionalización del canal.
Sin duda una de las razones de que la expropiación se insertara en el imaginario popular de la manera en que lo hizo, en un corte transversal que abarcó a todas las clases y grupos sociales, tiene que ver con las peculiares características que colorean los sentimientos de los mexicanos hacia Estados Unidos, una mezcla de resentimiento, rencor, desconfianza y admiración que genéricamente se traduce en antiyanquismo.
De entre muchos ejemplos posibles, cito algunas observaciones de observadores extranjeros acerca de ese rasgo del carácter nacional mexicano. Al reseñar The Wind That Swept Mexico de Anita Brenner, Lewis Gannett escribió: “Sea que la revolución avance o retroceda […] la mayoría de los mexicanos se ha acostumbrado a que Estados Unidos esté en contra. […] Están seguros de que la revolución avanzará, pero que sea suavemente o con la fuerza de un huracán, dependerá en gran medida de la actitud de los Estados Unidos. El pueblo mexicano identifica instintivamente a la contrarrevolución con la influencia norteamericana”. Según un diplomático inglés que estuvo involucrado en el enfrentamiento de las petroleras con el gobierno de México, “el único tema en que los mexicanos de todas las clases están totalmente de acuerdo es en la convicción de que es un principio inalterable de la política estadounidense evitar el desarrollo económico y la consolidación política de su país”. En una carta fechada el 2 de julio de 1938 en Ciudad Victoria, Marte R. Gómez confiaba a Jaime Torres Bodet: “Cuando la radio transmitía el mensaje presidencial [de la expropiación de las empresas extranjeras] y en las conciencias penetraba la idea de que algo grande acababa de ocurrir, un ranchero de Matamoros se volteó para decirme: ‘Ya el Presidente se fajó los pantalones; dígale que no se los afloje y aquí nosotros o nos morimos a balas o nos morimos de hambre, pero no nos rajamos’”.
Un observador extranjero escribió a su gobierno: “Sea lo que sea que los empresarios locales piensen del presidente Cárdenas, su audaz golpe a los principales intereses extranjeros en el país no puede sino ser fuente de gran satisfacción para muchos ciudadanos mexicanos de todas las clases”. Este rasgo del carácter mexicano era tan evidente que ni León Trotsky dejó de percibirlo. Según este dirigente soviético exiliado en México, el sentimiento antiamericano y antibritánico demostrado por el pueblo mexicano durante el conflicto con los sindicatos petroleros había sido fomentado por agentes alemanes.
Para Randall Pond, la expropiación de las empresas extranjeras propició entre los mexicanos un nivel de unidad no visto “desde la invasión francesa de 1862”. La Iglesia y la Universidad –instituciones que por diferentes razones permanecían alejadas del cardenismo- apoyaron abiertamente la medida en contra de las empresas extranjeras.
Se reeditaba lo acontecido en 1916 cuando la “expedición punitiva” del “laureado general” Pershing, según documenta Allen Rosenberg: “Aquello fue la guerra de guerrillas en su máxima expresión. Éramos los invasores extranjeros. Todos estaban en contra nuestra… aunque no estuviesen a favor de Villa”.
Pero el respaldo a la expropiación no fue unánime. Varios caudillos revolucionarios hicieron pública su insatisfacción con la medida, lo mismo que grupos de la clase media y de la intelectualidad. En la revista Hoy del 26 de mayo de 1938, Rodulfo Brito Foucher calificó de “terror mexicano” a las políticas del cardenismo. La reacción contraria más radical fue la de Saturnino Cedillo, el hombre fuerte de San Luis Potosí, quien desconoció al gobierno de Cárdenas el 15 de mayo y calificó a la expropiación de acto “antieconómico, antipolítico y antipatriótico”.
La estrategia de movilización del cardenismo, traducida en acciones de propaganda a cargo del Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad (dapp) logró su objetivo interno. Si bien las manifestaciones que siguieron al 18 de marzo y las de los meses siguientes fueron alentadas o abiertamente organizadas por el gobierno, la participación popular en ellas fue mucho más allá de cualquier “acarreo” y se convirtieron en una corriente de nacionalismo incondicional que amalgamó a todas las clases sociales y se volcó en un masivo apoyo popular al régimen. Sin duda la expresión más conmovedora fueron las filas de gente del pueblo en ciudades y pueblos y a las puertas del Palacio de las Bellas Artes en la capital de la República para entregar modestas prendas, animales y dinero como óbolo para la causa.
Cárdenas y sus aliados -en particular la Confederación de Trabajadores de México (ctm)- lograron levantar en la sociedad mexicana una ola de entusiasmo y apoyo a la medida expropiatoria como no se había visto en México desde el triunfo de Madero sobre la dictadura de Porfirio Díaz. La concentración organizada por la ctm en apoyo a la nacionalización el lunes 21 de marzo fue uno de los momentos culminantes del cardenismo, del nacionalismo y del proceso revolucionario en general. La expropiación fue declarada por Vicente Lombardo Toledano, secretario general de la ctm, como el verdadero principio de la independencia política de México.
La Iglesia Católica publicó en su revista mensual Christus del 31 de junio de 1938 una nota titulada “Los Católicos Mexicanos y la Deuda Petrolera” en la que se expresa que “no solamente pueden los católicos contribuir para el fin expresado [el pago de la deuda petrolera] en la forma que les parezca más oportuna, sino que esta contribución será un testimonio elocuente de que es un estímulo para cumplir los deberes ciudadanos la doctrina católica, que da una sólida base espiritual al verdadero patriotismo”.
El petróleo se había convertido en un símbolo de la dependencia y sometimiento al vecino que en una guerra alevosa había despojado a México de la tercera parte de su territorio. Explotado por manos extranjeras y expoliada aquella riqueza en beneficio del imperio, encarnaba la subordinación a Estados Unidos. Cuando Lázaro Cárdenas lo expropia en 1938, no había transcurrido aún una generación desde la toma de Veracruz. La resistencia popular al desembarco de marines que sin declaración de guerra tomaron el puerto en abril de 1914 y el sacrificio de jóvenes cadetes de la Academia Naval en defensa del suelo patrio, eran historia reciente. La toma del puerto había confirmado que Estados Unidos por todos los medios impondría su voluntad al pueblo de México.
En el imaginario popular, pues, petróleo y soberanía se hicieron sinónimos sin transición. De nueva cuenta la Patria llamaba a la heroica resistencia contra el invasor yanqui. En 1938, Cárdenas con la expropiación recuperaba el honor y la dignidad nacionales.