Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Iguala: Los dilemas del Estado
Aunque se da por hecho que Luis XIV (rey de Francia 1643-1715) dijo “el Estado soy yo”, la época de las revoluciones de finales del siglo XVIII a comienzos del siglo XX liquidó de muchas maneras ese tipo de absolutismo autoritario. Por ello es que la acusación de los padres de los 43 normalistas asesinados de que “fue el Estado” el responsable del crimen es de pancarta pero en nada contribuye al esclarecimiento de los hechos.
Lo de menos es que se sigan acumulando evidencias de que los responsables del secuestro y asesinato actuaron por órdenes expresas del alcalde perredista de Iguala José Luis Abarca y su esposa María de los Angeles Pineda Villa, en ese momento precandidata oficial perredistas a la alcaldía de Iguala. La indagatoria de la PGR ha acusado a Abarca de haber ordenado el secuestro y a su esposa Pineda Villa de liderar al grupo criminal Guerreros Unidos que asesinó a los estudiantes, los incineró y tiró sus restos al río.
En el procedimiento penal se probó que no fue el Estado, que el estado no asesina. No se requieren muchos conocimientos teóricos para concluir que el Estado es una institución que carece de vida propia y que tiene funcionarios que son los que lo hacen funcionar. Y en casos penales se ha llegado a probar que los crímenes de Estado son más bien crímenes de funcionarios. Por tanto, la acusación de que el Estado fue el culpable del asesinato de los 43 normalistas no va a conducir a ningún lado, a menos que la estrategia sea la de culpar al régimen político. Y como no se puede juzgar al Estado, entonces la denuncia de los padres de los 43 quedará sólo en el grito.
Lo que queda ahora por dilucidar es el carácter del Estado mexicano. Y ahí es donde el proceso de democratización –lento y con deficiencias pero perdiendo hilos autoritarios– estaría llevando al gran dilema: un Estado de derechos humanos o un Estado de seguridad nacional. Paradójicamente México ha estado exhibiendo los datos de que un Estado de derechos humanos ha conducido a una pérdida del poder y que los espacios autoritarios del Estado han sido ocupados por el crimen organizado o los grupos radicales violentos.
El Estado nació con Aristóteles, se precisó con Maquiavelo y tuvo su primer razonamiento histórico con Hobbes. En las tres propuestas se asumió el Estado como un aparato de autoridad política que se definía por tener el monopolio de la fuerza y la represión. Las fallas en el funcionamiento del sistema político –instituciones y élites que participaban en el Estado– abrieron la puerta al acotamiento paulatino del Estado y a la desarticulación de su poder vía organismos autónomos fuera del control del Estado.
En México no existe una diferenciación precisa entre el Estado y el gobierno; los años del absolutismo presidencial priísta convirtieron al jefe del ejecutivo en un poder autoritario en nombre del gobierno y del Estado, sin instancias de vigilancia o de confrontación pues los poderes legislativo y judicial y el sistema de partidos estaba subordinado a la estructura del poder presidencial. La crisis provocada por la represión en Tlatelolco en octubre de 1868 ha llevado al Estado Mexicano a diluir su poder legitimo, a ampliar su poder ilegítimo y a descansar en el uso de la fuerza sin contrapesos institucionales.
El Estado mexicano nació autoritario en el siglo XIX, se fortaleció en el autoritarismo de la fuerza del régimen de Porfirio Díaz y se legitimó constitucionalmente durante el largo régimen priísta. De 1968 a la fecha el Estado ha ido perdiendo poder por la vía de la separación de funciones en organismos autónomos al margen de los dos otros poderes constituidos. El proceso ha sido producto de la existencia de un régimen-sistema dominado por el PRI y su clase política mayoritaria: en lugar de democratizar al Estado, a sus instituciones y a su régimen, los legisladores han ido desarticulando el poder del Estado.
Y el Estado mexicano nació autoritario –casi como todos los demás Estados– porque fue un proceso de configuración de la nación mexicana. En 1847, en un ensayo demoledor, el diputado mariano Otero concluyó que en México no había un espíritu nacional porque no era una nación. Juárez construyó los cimientos del Estado por la vía de la fuerza y el autoritarismo: facultades extraordinarias para el presidente de la república, control sobre los otros dos poderes, liquidación de los fueros religiosos, político e indígena y profesionalización del ejército como un cuerpo coercitivo para imponer la fuerza del Estado. Díaz y el PRI siguieron lo que podría definirse como la doctrina Juárez del Estado.
Lo que diferencia el Estado absolutista del Estado nacional es la existencia de instituciones intermedias que hacen funcionar y contener las estructuras del Estado. Los grupos criminales en México fueron producto del debilitamiento del Estado, de su poder y de su autoridad. Y ese proceso tuvo dos vertientes: la de la exigencia política contra el uso de la fuerza del Estado y la de la derechohumanización de la coexistencia social. El Estado abusó de su poder en la represión de disidentes y por tanto tuvo que pagar el costo vía organismos de vigilancia del uso de la fuerza. En esa fase, los grupos criminales ocuparon el espacio de poder del Estado.
El Estado usaba la fuerza para defender la soberanía de la sociedad y de la república. Lo hizo contra grupos criminales pero extendió su papel guardián de la élite dirigente: el Estado perdió su legitimidad social cuando sirvió sólo a los poderosos, y de manera sobresaliente cuando reprimió la disidencia en lugar de abrir cauces democráticos. La respuesta política de la sociedad fue la de crear organismos autónomos de defensa de los derechos de la sociedad. La salida era otra: la democratización del Estado.
El dilema Estado de derechos/Estado de seguridad nacional metió al Estado mexicano en un colapso de legitimidad. Hoy el Estado con poder acotado carece de la fuerza y el poder –poder coercitivo en el modelo Weber– para ejercer el monopolio de la fuerza y de al represión porque la sociedad ganó más derechos. En la real politik, la fuerza del Estado tiene necesariamente que reprimir pero de manera selectiva; hoy el Estado en México sigue reprimiendo disidentes en nombre de la institucionalidad y del bien común. Pero en sociedades democráticas, el Estado reprime sin generar protestas sociales porque lo hace en nombre de la estabilidad nacional; los mecanismos de control de abusos existen y sirven de contrapeso de poder.
Lo ocurrido en Iguala no fue un crimen de poder; fue una abuso de poder de un alcalde del PRD ahora protegido por su partido; los dos responsables –el alcalde y su esposa– están en la cárcel y uno de los criminales también fue enviado a prisión. Los padres de los 43 normalistas quieren ignorar que sus hijos rebasaron la línea de la legalidad, entraron en los espacios de la represión institucional del Estado pero fueron asesinados por funcionarios municipales de un gobierno perredista. Por tanto, no fue el Estado sino funcionarios. Sólo que los responsables presos no van a devolverles la vida a los estudiantes y los padres quieren santificar a sus hijos como víctimas del Estado. Pero el Estado no mata; matan los funcionarios.
Más allá de la crisis de Iguala, el dilema sigue vigente: ¿puede un Estado acotado en su fuerza y su poder y su autoridad –las tres funciones señaladas por Alessandro Passerin D´Entrèves– cumplir su función de reprimir en nombre de la seguridad nacional si está acotado por reglamentos y leyes de derechos humanos?
@carlosramirezh
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