
Los narcocorridos o prohibir por prohibir
I Reyes 8, 41-43: “Cuando los extranjeros oran al Señor, Él los escucha”.
Salmo 116: “Que aclamen al Señor todos los pueblos”.
Gálatas 1, 1-2. 6-10: “El que busca agradar a los hombres, no e servidor de Cristo”.
Lucas 7, 1-10: “Ni en Israel he hallado una fe tan grande”.
Cuando todo parecía que podría ir por buen camino surgieron las peores e inesperadas dificultades. Con muchos trabajos se había logrado reunir un poco de dinero para comprar un terreno donde se ubicaría la casa del migrante. La necesidad era urgente y al fin se había logrado localizar un terreno que parecía apropiado. Pero cuando los vecinos se dieron cuenta de la posibilidad de que junto a ellos se instalara un refugio para migrantes pusieron el grito en el cielo. Ya estaban cooperando, ya ofrecían un poco de despensa, pero tenerlos allí cerca, nunca lo aceptarían. “Una cosa es ayudar con lo que uno puede, otra meterlos en casa. Entre ellos hay algunos buenas gentes, pero otros son muy peligrosos”, advierte muy enojado uno de los vecinos… No hubo argumento que los pudiera convencer y cerraron toda posibilidad.
Las lecturas de este día ponen el dedo en la llaga: “La Buena Nueva del Señor debe llegar a todos los pueblos”. Nos suena a primera vista un mensaje maravilloso y todos podríamos firmar con mucho gusto esta propuesta. Cuando en México hacemos encuestas sobre la discriminación hacia los otros pueblos, cada uno de nosotros nos manifestamos abiertos y dispuestos a aceptar a los diferentes, pero cuando pasamos a la práctica, se descubre una actitud xenófoba, intransigente con los demás y altamente discriminatoria. Baste comprobar la dolorosa realidad de los migrantes centroamericanos que se internan en nuestra Patria. Son constantemente agredidos, extorsionados, violentados de muchas formas. El calvario que padecen los mexicanos en el Norte en su aventura por una vida mejor, no ha servido para que nos hagamos conscientes en el Sur, del sufrimiento de los hermanos que ante el drama de la pobreza y la violencia tienen que abandonar su tierra buscando mejores horizontes para su vida. Y aun en nuestras ciudades, los campesinos e indígenas que llegan obligados por el hambre y la miseria, son relegados, mirados con recelo y con desprecio, y desplazados a vivir en las periferias en condiciones precarias y peligrosas. Es muy bello el sueño de Jesús de tener un Padre común, de formar la unidad fraternal. Nos entusiasma y lo proclamamos, pero después lo dejamos olvidado a la hora de encontrarnos con el hermano necesitado.
El pueblo de Israel, quizás justificado por la elección divina, se muestra especialmente cerrado y hostil hacia el extranjero. Sin embargo, en la bella oración que nos presenta Salomón para bendecir el templo, no sólo se ofrece el templo como casa de oración, de sacrificio y de escucha para el israelita piadoso, sino que en una bella profecía, abre generoso sus puertas al que llega de países distantes para que su oración y su voz también sea escuchada. Si se abre lo más sagrado que es el templo, ¿cómo no abrir el corazón? Si tenemos un Padre que hace salir su sol sobre buenos y malos ¿por qué nosotros hacer distinciones discriminatorias y ofensivas?
San Lucas nos dibuja una escena donde la misericordia y la fe resplandecen esplendorosamente. Nos sorprenden los ancianos de los judíos suplicando a Jesús un favor para un oficial romano. Su intercesión insistente, sus razones y argumentos, buscan disminuir la natural aversión al extranjero. ¡Como si Jesús necesitara ser obligado a mostrarse misericordioso! El está dispuesto a visitar la casa del que se considera por ley impuro, quiere superar las fronteras impuestas por las leyes y las costumbres. Su amor y su misericordia no conocen los límites que imponen la diferencia de razas, la situación económica o las ideologías fundamentalistas. Jesús sólo se guía por la voluntad de su Padre que a todos ama, a todos busca, a todos sana. Y entonces aparece la fe del extranjero. Cuando una persona se siente amada, responde también con generosidad y confianza. La fe del oficial romano supera la fe de los israelitas y provoca la curación de su criado. Todo es desconcertante en este pasaje: la intercesión por el extranjero, la preocupación por un criado, la fe de un pagano… y la fuerza de la Palabra.
La propuesta de Jesús es la única que tiene sentido porque abraza en su amor a todas las personas de todas las razas, de todos los países. El Papa continuamente nos ha sacudido con fuertes reclamos pidiéndonos reconocer y atender a los refugiados, a los migrantes, a los que vienen de lejos. En Ciudad Juárez nos insistía en que la frontera es “un paso, un camino cargado de terribles injusticias: esclavizados, secuestrados, extorsionados, muchos hermanos nuestros son fruto del negocio de tráfico humano, de la trata de personas… No sólo sufren la pobreza sino que además tienen que sufrir todas estas formas de violencia. Injusticia que se radicaliza en los jóvenes, ellos, carne de cañón, son perseguidos y amenazados cuando tratan de salir de la espiral de violencia y del infierno de las drogas. ¡Y qué decir de tantas mujeres a quienes les han arrebatado injustamente la vida! … ¡No más muerte ni explotación!”. Igualmente el Papa ha insistido frente a las naciones Europeas denunciando el sementerio de refugiados en que se han convertido sus mares, ante la indiferencia generalizada.
El Señor Jesús es el rostro misericordioso del Padre que se transforma en caricia para los diferentes y en refugio para los migrantes y desplazados. No seamos indiferentes, ni a las grandes tragedias internacionales, ni a la constante y lastimosa discriminación que en casa, en el trabajo, en la sociedad, destruye y aniquila a las personas. Retomemos hoy el gran sueño de Jesús: “Que todos sean uno como Tú, Padre, y yo somo uno”. No es uniformidad, es cariño que descubre en todos los caminantes un hermano, hijos del mismo Padre. No son extraños, son nuestros hermanos. ¿Cómo los estamos tratando?
Padre de Misericordia, cuyas entrañas reciben con bondad a todas las personas, enséñanos a ver en cada extranjero el rostro de Cristo y en cada persona diferente, un hermano. Amén.