
Humildad y distinción
Encuentro
II Domingo Ordinario
I Samuel 3, 3-10. 19: “Habla, Señor; tu siervo te escucha”.
Salmo 39: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.
I Corintios 6, 13-15. 17-20: “Los cuerpos de ustedes son miembros de Cristo”.
San Juan 1, 35-42: “Vieron dónde vivía y se quedaron con Él”.
Entramos en el largo túnel oscuro de las minas de ámbar en el municipio de Simojovel. Con herramientas precarias, con métodos rústicos, pero con gran ilusión, “los mineros” se adentran en las profundidades de la montaña para encontrar esa rara belleza del ámbar, preciosa joya, resina fósil, no mineral sino de origen vegetal. “Primero te tienes que acostumbrar a la oscuridad, para que puedas distinguir las pequeñas señales de que hay ámbar. No creas que está como lo venden en las joyerías de San Cristóbal. Pero aprendes a distinguirlo. Te tienes que acostumbrar también al intenso calor que hace dentro y cavar, cavar y cavar… con mucha paciencia y con mucha ilusión. No aparece así ‘nomás’, se requiere mucha paciencia y mucha atención. Así quizás encontremos pequeñas piezas o con un poco de suerte una mayor. Allí está el ámbar muy cerca de nosotros desde siglos esperando que lo descubramos”. Para escuchar hay que guardar silencio; para ver, hay que alejarse de las otras luces; para sentirse amado, hay que abrir el corazón. Para encontrar un amigo se requiere mucha paciencia, mucha atención y mucha disposición. Para “encontrar” al Señor Jesús también.
El encuentro con Jesús cambia todo, como si hubiéramos encontrado la más bella piedra preciosa. Porque hay encuentros que cambian la vida y transforman a las personas. Hay encuentros que parece imposible no haberlos tenido antes porque se dan de una manera tan íntima y personal que pareciera que toda la vida los estuviéramos esperando. En el evangelio de hoy, Juan nos relata el encuentro de los primeros discípulos con Jesús. No es la narración periodística de un encuentro, sino la narración de un momento que ha transformado la vida y que después puede ser narrado en detalles y símbolos que en un primer momento pudieran pasar inadvertidos. Encontramos muchos elementos simbólicos que describen la persona de Jesús. Dos discípulos de Juan escuchan a su maestro expresarse sobre Jesús como el “cordero de Dios”, y sin preguntas o vacilaciones, con la misma ingenuidad que el joven Samuel que hemos contemplado en la primera lectura, siguen a Jesús, es decir, se disponen a ser sus discípulos, lo que implicará un cambio definitivo para sus vidas. ¿Por qué siguieron a Jesús? ¿Simple curiosidad? ¿Qué los impactó más? Ciertamente la presentación que hace Juan Bautista diciendo que Jesús es “El Cordero”, implica toda una tradición muy viva en la cultura judía, pero esto no parece ser el motivo de su seguimiento.
Jesús parece ya estarlos esperando, porque Él ama primero, Él primerea. Al verlos, entabla un diálogo con ellos: “¿Qué buscan?”, como cuestionando hasta dónde están dispuestos a seguirlo. Cuando ellos responden: “¿Dónde vives, Rabí?”, realmente están preguntando: ¿dónde te manifiestas como eres?, ¿cuáles son realmente los ámbitos propios donde te podemos encontrar? Jesús simplemente les dice: “Vengan y lo verán”. Estos buscadores desean entrar en la vida del Maestro, estar con él, formar parte de él. Y Jesús no se protege guardando las distancias, sino que los acoge y les invita a su morada, para que se “acostumbren a su luz” y puedan ver como Él, con sus criterios y valores. Este gesto simbólico se ha comentado siempre como una de las condiciones de la evangelización: no basta dar palabras sino hechos, no teorías sino vivencias, no hablar de la buena noticia sino mostrar cómo la vive uno mismo. O sea: la evangelización no tiene que ser una lección teórica, sino un testimonio, el evangelizador no es un profesor que da una lección, sino un testigo que ofrece su propio testimonio personal.
En días pasados en la cárcel uno de los presos me comentaba: “hasta ahora que estoy preso y entre los presos, he encontrado a Jesús y ¡mire dónde lo vine a encontrar! ¡Entre los despreciados del mundo!”. Hoy también a nosotros Jesús nos dice que para conocerlo se necesita experimentar donde Él vive: en su Palabra, en su Eucaristía, en la vida de los pobres y sencillos. La pobreza y sencillez siguen siendo el ámbito de Jesús, sólo quien quiere permanecer ciego no lo puede descubrir. Quizás tengamos miedo de encontrarnos con Jesús y prefiramos declarar su muerte o su extinción… pero ahí sigue Jesús viviendo muy cerca de nosotros, compartiendo la vida, es más, amándonos aunque nosotros no queramos reconocerlo. Nada puede sustituir la experiencia de fe personal, honda e íntima, de donde nacerá el deseo de seguir e imitar a Jesús. El culmen del proceso cristiano está en la experiencia de Jesús como aquellos discípulos que “Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él ese día”.
Compartir con Jesús, estar con Él, conmueve a los discípulos, y ellos se convierten en mensajeros que atraerán a nuevos discípulos. A Pedro hasta el nombre le cambia para indicar la profundidad de este encuentro. Seguir a Jesús, caminar con él, no puede hacerse sin haber tenido una experiencia de encuentro con él. Pero también una vez encontrado Jesús no podemos continuar con nuestra vida gris e indiferente. Encontraremos un verdadero impulso y una nueva fuerza para servir a los hermanos al estilo de Jesús, para dar a conocer, con obras más que con palabras, su persona y su vida. Será urgente convertirnos en misioneros de su Evangelio.
Cuando Samuel escuchó el llamado de Dios, se dice que en aquel tiempo la palabra de Dios era escasa. Y uno se pregunta, si la palabra de Dios es escasa o nosotros estamos tan sordos que no queremos escucharla, perdemos la capacidad del silencio, la capacidad de escuchar en nuestra interioridad la voz de Dios que nos habita. Ciertamente la vida actual está llena de ruidos, de prisas, de sonidos que se intercambian, pero eso no nos da el derecho de decir que Dios no existe. Pues estando Dios con nosotros, puede continuar siendo aquel desconocido en el cual estamos inmersos y rodeados por su amor. San Pablo nos asegura que “somos templos del Espíritu Santo”. En nosotros está el Espíritu y nosotros no somos capaces de ser conscientes de ello. Hoy debemos hacernos una serie de preguntas y disponer nuestro corazón para responder sinceramente al Señor. ¿Estoy dispuesto a reconocer a Jesús en mi vida cotidiana y permitir que trastoque mis intereses más profundos? ¿Puedo, como Pedro, no sólo cambiar mi nombre, sino mis actividades y prioridades? ¿Estoy dispuesto a tener un encuentro profundo con Jesús? ¿Qué medios estoy poniendo para que pueda realizarse?
Padre bueno, que en Jesús nos muestras todo tu amor y quieres encontrarte con cada uno de nosotros, dispón nuestro corazón conforme a tus deseos y permítenos ese encuentro profundo que transforme nuestras vidas en un verdadero seguimiento. Amén