Libros de ayer y hoy/Te resa Gil
Hechos de los Apóstoles 5, 27-32. 40-41: “Nosotros somos testigos de todo esto y lo es también el Espíritu Santo”
Salmo 29: “Te alabaré, Señor, eternamente. Aleluya”.
Apocalipsis 5, 11-14: “Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir el poder y la riqueza”.
San Juan 21, 1-19: “Jesús tomó el pan y el pescado y se los dio a los discípulos”
Fuerte, valiente, provocativa, fue la oración con que el Papa Francisco cerró el Via Crucis el pasado viernes santo. ¿Por qué el Papa habla de las armas homicidas y de la indiferencia ante la pobreza? ¿Por qué se atreve a acusar de traición a quien deja morir de hambre a los pequeños? ¿Por qué exige un compromiso con la madre tierra, nuestra casa común, a quienes con egoísmo arruinan las posibilidades de las generaciones futuras? ¿Por qué nos lanza al rostro esa dolorosa imagen de un Mediterráneo y Mar Egeo convertidos en un insaciable cementerio como si fueran imagen de nuestra conciencia insensible y anestesiada? ¿No tendría que ceñirse sólo a reflexiones espirituales? Son palabras valientes del Papa acordes con su compromiso con el Reino. Muchos temen por el Papa, a muchos hieren y lastiman sus palabras. No es lo que pretende, sino ser coherente al anunciar la Cruz y el Evangelio. El discípulo de Jesús no puede callar ante la injusticia sin convertirse en cómplice. El Evangelio es exigente frente a la verdad y a la justicia.
¿Qué quiere decir ser discípulo de Jesús? No es afiliarse a un partido, o a un club, que sólo en determinados momentos te pones un uniforme y ejerces tus derechos de pertenencia y los compromisos que con ellos asumes. Y después, puedes dejar el traje e irte tranquilamente a tu vida familiar o laboral sin que nada o muy poco influya en tu comportamiento, fuera de los momentos en que tienes que presentarte a las actividades propias del club. No, ser discípulo de Jesús implica mucho más. El verdadero encuentro con Jesús nos cambia totalmente la vida y donde quiera que estemos, donde quiera que laboremos o nos divirtamos; en el dolor y en la alegría, en todos los aspectos de nuestra vida estaremos condicionados para reaccionar como discípulos de Jesús, buscando sus principios y su forma de actuar. Y esta implicación se hace más acuciante cuando está de por medio la vida, los pequeños, la madre naturaleza.
Este compromiso no es solamente, ni principalmente, de los obispos o la jerarquía, es de todo cristiano. Todos somos Iglesia y todos somos discípulos de Jesús. Así, todos y todas, tendremos que sentir, pensar y buscar lo que Jesús buscaría. No será un buen discípulo el que solamente en algunas horas, o en algunas prácticas piadosas aparezca como discípulo de Jesús. El seguimiento comporta toda la vida. La exigencia será mayor frente a las injusticias, frente a la pobreza o frente a los atentados contra la dignidad y la vida, especialmente de los más débiles, pues así actuó Jesús. No puede haber divorcio entre la fe y la vida. La persona es un todo y no puede dejar su espíritu por un lado y su cuerpo por otro. No puede ser cristiana en los templos y ser apática en la vida social. Seguir a Jesús compromete en serio. Así aparece este domingo en la primera lectura. Es admirable escuchar la narración que nos muestra cómo los apóstoles, que un poco antes aparecían temerosos, encerrados, acobardados y huyendo de la comunidad, se enfrentan ahora a las autoridades que les prohíben hablar en nombre de Jesús. Con palabras valientes, con alegría, aunque también con el dolor de los golpes recibidos, responden que tienen que obedecer primero a Dios antes que a los hombres. Y es una lección para todos nosotros que tan fácilmente nos acobardamos y hacemos componendas con nuestra fe. Aunque no haya amenazas, aunque no haya encarcelamientos, simplemente porque así llega la moda. Quizás sea el peor de nuestros pecados la indiferencia, la apatía y el desinterés que mostramos frente a los graves problemas de nuestra sociedad. Con tal de que no nos toquen personalmente o a nuestros intereses, dejamos que transcurra la violencia, la mentira y la injusticia.
En el evangelio, San Juan nos presenta a Pedro y la misión que se le impone. Cuando Cristo, hasta por tres veces, le pregunta sobre la calidad de su amor y su compromiso, Pedro responde: “Señor, tú sabes que te amo”. Ante esta respuesta, Jesús no le dice: tienes que cuidarme, tienes que protegerme; ni tampoco le reclama porque lo abandonó en el momento más difícil. No, la consecuencia que le presenta Cristo y la prueba de su amor será: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas”. Es decir el amor a Cristo se manifiesta en el amor y el compromiso con los hermanos, en el cuidado y la atención que tengamos del otro. El seguimiento de Cristo se realiza no sólo ni primordialmente en los recintos sagrados sino en toda la vida social, en la construcción de la comunidad, en la defensa de los derechos, sobre todo de los más desprotegidos. Es el compromiso serio de todo cristiano.
Si leemos con atención la vida y los escritos de todos los profetas, vamos a encontrar cómo sus reclamos más violentos son porque se descuidaba la justicia, porque se oprimía al pobre y a la viuda o porque se abusaba del poder. Y todos los profetas hablaron claro a pesar de la oposición de los dirigentes, del rey, o de quienes llevaban las riendas del pueblo. Ahora, a cada uno de nosotros nos corresponde defender estos derechos. Si todos actuáramos así, seguramente habría menos corrupción, y no tendríamos los problemas tan graves de injusticias y narcotráfico, de violencia e inseguridad. Pero nos conformamos con ser cristianos de apariencia y no de corazón. Ahí está el grave deber de cada uno de nosotros para ser consecuentes con la fe que decimos profesar.
Hoy igual que los profetas, igual que los apóstoles, no podrán callarse los verdaderos cristianos en su anuncio y denuncia conforme al Evangelio. Como los apóstoles tendremos que decir que hay que obedecer primero a Dios y después a los hombres. Sin caer en fundamentalismos ciegos e irracionales, siempre buscando la verdad y la justicia. La propuesta de Jesús es muy clara y debe llegar a todos los hombres, pero también es misericordiosa, y respeta la libertad y el derecho de cada una de las personas.
Si somos discípulos seamos consecuentes tanto en nuestra vida interna como externa. No podemos defender la vida en los escenarios públicos, para después minusvalorarla o despreciarla en los espacios interiores. El Evangelio de Jesús nos exige coherencia. Por eso hoy ante la pregunta de Jesús: “¿Me amas?”, tendremos que responder más que con palabras, con nuestra vida misma.
Señor, tú que nos has renovado en el espíritu al devolvernos la dignidad de hijos tuyos, concédenos construir, llenos de júbilo y esperanza, el Reino de tu Hijo. Amén.