Abatir la impunidad, la madre de todas las batallas
Sabiduría 3, 1-9: “Los aceptó como un holocausto agradable”
Salmo 26: “Espero ver la bondad del Señor”
I San Juan 3, 14-16: “Estamos seguros de haber pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos”
San Mateo 25, 31-46: “Vengan, benditos de mi Padre”
Recogiendo una tradición que viene de siglos, se renueva hoy la fuerte presencia de los que amamos y ya están en el más allá. En un ambiente de espiritualidad y misticismo, roto “sólo” por las impertinencias de los turistas, las alegatas de los borrachos, los ofrecimientos de los comerciantes y el interminable pasar de los curiosos, Doña Mariana vive su “noche de muertos”. El perfumado olor de las flores se mezcla con los exquisitos aromas de los alimentos y con la cera de miles de velas y veladoras. Doña Mariana deja que sus recuerdos y sus oraciones se unan a la belleza de los multicolores arcos y floreros que rodean la tumba de sus antepasados. Si bien su altar es pequeñito, ha dispuesto todo lo necesario para hacer presente a sus seres amados: calabaza, chayote, pan, dulces, atole… Tantas cosas que les gustaban a sus difuntos y que ahora les ofrece. Los siente muy cercanos, los vive y revive una y otra vez en una noche de comunión, de intimidad, de presencia. Para ella no están muertos, sólo un poco ausentes, y en esta noche platica, reza, llora y canta con ellos y por ellos. Es su “noche de muertos”. ¡No! Reclama con energía el Padre Toño. No es noche de muertos es la “Fiesta de las almas”, lo que celebramos los purépechas. Es la fiesta de los que creemos en la vida del más allá, es la fiesta de la resurrección que nunca han entendido quienes la miran desde fuera.
Siempre la inquietante pregunta del más allá. Los poetas, los filósofos, los artistas, todos los hombres se han planteado preguntas sobre uno de los más grandes misterios de la humanidad: la muerte. Es curioso, en una encuesta realizada entre jóvenes de ciudad, se encontró que era mayor el porcentaje de los que creen en la reencarnación que en la resurrección, aún diciéndose cristianos. Incluso, medio entre bromas y en serio, se convencen y se preguntan qué habrían sido en su vida anterior: un animal, una planta o alguna otra persona; y hay quienes se lo creen a pie juntillas, sin hacerse ningún cuestionamiento serio de lo que esto implica. Se olvidan de que una persona es única e irrepetible. Por el contrario, lo que hoy celebramos es nuestra fe en la vida eterna. Creemos que hay una vida más allá, a la que nos invita Jesús, que queremos compartir con Él y con todos nuestros hermanos. Esta certeza nos da esperanza para hacer nuestro camino y es una fortaleza grande para vivir la ausencia de quienes se han ido antes que nosotros. Ellos solamente se nos han adelantado en nuestro camino y ya nos esperan en el cielo.
Cristo nos ofrece una respuesta ante la muerte. Al tomar nuestra carne también ha querido tomar todas nuestras limitaciones. Ha caminado nuestros caminos, ha bajado por nuestras veredas y se ha hecho presente en nuestras vidas. También Él ha expresado su soledad y su dolor ante la muerte, ha llorado la ausencia de su amigo Lázaro y ha gritado de dolor ante la cercanía de su propia muerte: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Jesucristo real, carne frágil y mortal, se une a la humanidad hasta las últimas consecuencias. El Hijo de Dios se acerca tanto a nosotros que es depositado como un cadáver en la sombra del sepulcro. Pero no permanece en el silencio de la muerte y ni es vencido por la muerte, al contrario sale victorioso y triunfante en su Resurrección y nos espera en la casa del Padre. En la victoria de Cristo encuentra sentido nuestra muerte y nuestra esperanza en la vida futura, en la resurrección de nuestros hermanos y en la propia resurrección. Por eso en este día, aunque sentimos la nostalgia de los seres amados y extrañamos su presencia física en medio de nosotros, proclamamos con fuerza nuestra fe en la Resurrección de Jesús que es el primero entre todos nosotros y cuya vida plena esperamos compartir, y proclamamos también nuestra creencia en la resurrección de los muertos.
La resurrección de Jesús es el mensaje que primeramente predicaron los Apóstoles. Anuncian la inauguración del Reino de Dios y de la intervención divina en la historia humana, proclamando la muerte y resurrección de Jesús: “Y no hay salvación en ningún otro, pues no se nos ha dado a los hombres ningún otro nombre debajo del cielo para salvarnos” (He 4,12). Los verdaderos cristianos así expresan su esperanza y su seguridad en este acontecimiento que los sostiene y anima en los momentos más difíciles de la vida, en el dolor y la muerte. Así, al contemplar el rostro resucitado de Jesús, escuchamos las palabras que nos dice con cariño que no tengamos miedo, que en la casa de su Padre hay muchas moradas y que Él va a prepararnos un lugar donde viviremos junto a Él y a nuestros hermanos. Las palabras y el rostro de Jesús resucitado, nos alientan en el peregrinar por este mundo: “Si con Él morimos, reinaremos con Él”. De otra forma la muerte se hace incomprensible y absurda y termina en el polvo de un sepulcro.
La vida eterna es un regalo y un don pero tenemos la tarea de ir construyendo esa hermandad y ese “cielo” aquí en la tierra. Por eso en este día, también Jesús se nos presenta como el juez que nos da a conocer la condición fundamental para participar en su Reino: haber vivido como hermanos; haber compartido como hermanos, haber sido capaces de reconocerlo, amarlo y atenderlo, ¡sobre todo en los más pobres y pequeños! A veces se nos dice que la esperanza del cielo, es una enajenación que nos hace indiferentes ante las situaciones humanas; pero para Jesús es todo lo contrario. La mirada puesta en el cielo nos compromete a reconocerlo aquí en la tierra y sobre todo en los más necesitados: “Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron” Así la visión de la patria celestial al mismo tiempo que nos da esperanza, nos compromete fuertemente en la construcción de un reino más justo donde se pueda ver el rostro de Jesús en cada uno de los hombres y mujeres de nuestro mundo.
¿Cómo vivimos nosotros la muerte de nuestros seres queridos? Sintamos hoy la presencia cercana de Jesús que nos habla de ese Reino donde hay un lugar para todos. ¿Cómo vamos construyendo aquí, en medio de nosotros, ese Reino anunciado por Jesús? Reconozcámonos peregrinos, en busca de esa patria, que se tiene que construir con amor y esperanza.
Escucha, Padre Bueno, nuestras súplicas y haz que, al proclamar nuestra fe en la resurrección de tu Hijo, se avive también nuestra esperanza en la resurrección de nuestros hermanos y nuestro compromiso de construir la patria nueva. Amén.