Abanico
Éxodo 20, 1-7: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto”.
Salmo 18: “Tú tienes palabras de vida eterna”.
I Corintios 1, 22-25: “Cristo es la fuerza y sabiduría de Dios”
San Juan 2, 13-35: “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré”
Dos fuertes reclamos hizo el episcopado mexicano en los últimos días de enero: por una parte su dolor e indignación por el grave sacrilegio cometido contra la catedral de Hermosillo. Expresaban: “El Episcopado Mexicano se une al dolor de la Arquidiócesis de Hermosillo por los reprobables actos vandálicos de que fue objeto su Catedral. Las connotaciones de lo sucedido manifiestan intolerancia y un triste desprecio al derecho humano fundamental de libertad de religión”. Casi en los mismos días, los obispos del Sur de México denuncian los graves crímenes y atropellos contra los migrantes, la trata de personas, las violaciones y el calvario interminable de quienes con ilusión se internan en nuestra patria. Reclaman con exigencia: “No a la indiferencia ante el drama de la migración” “La Iglesia se siente urgida a actuar para responder a la palabra de Jesús: ‘era forastero y me diste hospedaje’. Partiendo del reconocimiento de la dignidad de todas las personas es urgente atender con especial cariño a los más débiles. Ellos son el rostro de Cristo. Ellos son templo de Dios”. Por una parte la catedral saqueada; por la otra, migrantes profanados: dos sacrilegios, dos “templos profanados” que claman justicia y reparación.
¿Vale más el dinero que la persona? Parecería que sí pues a pesar de todo el desconcierto económico, seguimos en la época del “mercado total”, en el cual lo decisivo es ganar, adquirir prestigio y bienestar, acumular bienes. El mercado aparece como una nueva religión con su propio credo y sus mandamientos, con sus adoradores y sus sacrificios, con sus templos y sus ritos, con sus promesas de felicidad plena. Muy lejos quedan los mandamientos de Yahvé. El hombre moderno ha convertido el mercado en una religión y con frecuencia ha convertido las religiones en un mercado, donde se vende, se compra, se engaña, se gana y se pierde. Vivimos en una civilización que tiene como centro de pensamiento y criterio de actuación, el anhelo de ganar y tener dinero. El refrán gringo “el tiempo es dinero”, se ha metido, primero disimuladamente y después descaradamente, en nuestro corazón, hasta pervertir el sentido de la vida, del tiempo, de la persona; para tasarlo todo en signos monetarios. Por el dinero se es capaz de sacrificios, de renuncias, de cambio de criterios. Y se profana lo más sagrado: el “templo de Dios”
Cada persona es templo de Dios pero ahora se ha convertido en mercancía y se le compra y se le vende; hay mercaderes de niños y mercaderes de sexo; hay quien negocia con la vida, con los órganos humanos, con los sueños y los anhelos más profundos. Se presentan traficantes de droga que matan el alma y el cuerpo, que negocian con las armas y con las almas, que destruyen pueblos y asesinan familias en su loca ambición de más y más dinero. Se medra con el hambre y la sed, con las necesidades elementales de la persona. Se obtienen ganancias asesinando a inocentes y se destruyen los templos inocentes que apenas inician la vida. Todo se hace en aras de un nuevo dios llamado dinero, dólar o euro. Y esto no es lejos, se ha filtrado en nuestras familias, en los sencillos, en los gobernantes, entre amigos, entre conocidos, en el mismo hogar, templo sagrado de la familia y de la vida. Así se profana el templo material, pero se profana sobre todo el sagrado templo y recinto de Dios que es cada persona. Cuando se profana a cualquier persona, se atenta contra el mismo Dios.
Casi nunca imaginamos a Jesús enojado, pero hoy sucede. Algunos hasta les parece una escena que deberíamos quitar del evangelio para no escandalizar… pero debería ser todo lo contrario: reflexionar y descubrir si hoy Jesús también tendría que tomar su látigo y arrojar lejos a todos los que profanan y destruyen sus templos sagrados. No estamos acostumbrados a una imagen violenta de un Mesías golpeando a la gente con un azote en las manos, sin embargo, esta es la reacción de Jesús cuando hacemos de su casa no un lugar de oración y encuentro, sino un mercado donde se manipula lo sagrado y no se respeta lo divino. Y, sobre todo, esta es la reacción de Jesús cuando se pervierte y manipula mercantilmente la dignidad de la persona, cuando se le ve con signo de pesos, cuando se le convierte en un objeto más de negociación.
Juan coloca esta expulsión de los mercaderes del templo al inicio de su Evangelio, para presentarnos, desde el comienzo, el programa de Jesús: se inaugura un nuevo tiempo y un nuevo templo. Retoma el verdadero sentido de los mandamientos propuestos en el libro del Éxodo. Se adorará al Señor en un nuevo espíritu y con un nuevo corazón. Cristo mismo dice que es él es el templo que destruirán y que resucitará al tercer día. Y realmente ahora nos da la oportunidad de revisar a fondo nuestra vida y nuestro programa. Tendremos que ver si el interior de cada uno de nosotros se ha convertido en un santuario para Dios, donde se adora en justicia y en verdad, donde los valores son su amor y su misericordia, donde se acoge al hermano para compartir y servir. Es una invitación seria de Jesús, devorado por el celo de la Casa de su Padre, que nos exige respeto para su templo material y dignidad para el sagrado templo que es cada persona y que también somos cada uno de nosotros.
Reflexión profunda la de este día: ¿En qué basamos nuestra propia dignidad? ¿Nos hemos pervertido y corrompido por el dinero y la ambición? ¿Miramos a los hermanos como templos de Dios o nos hemos convertido en ladrones de su dignidad? ¿Qué nos dice hoy Jesús sobre nuestra manera de vivir y de relacionarnos con Dios y los demás? ¿Asistimos a las celebraciones para encontrarnos con el Padre y los hermanos, o sólo por ritualismo y costumbre?
Gracias, Padre Bueno, por hacer de nuestra humilde persona un templo que se llena de tu presencia. Concédenos sabiduría y amor para respetar y valorar cada templo viviente y hacer de tu casa un lugar de oración, de encuentro y de armonía. Amén