Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Génesis 12, 1-4: “Vocación de Abraham, padre del pueblo de Dios”
Salmo 32: “Señor, ten misericordia de nosotros”
2 Timoteo 1, 8-10: “Dios nos llama y nos ilumina”
San Mateo 17, 1-9: “Su rostro se puso resplandeciente como el sol”
En lo alto de la montaña y dominando la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, se encuentra el llamado Cristo de Copoya. Sorprende su diseño construido a base de acero inoxidable que, a diferencia de la mayoría de las esculturas donde la figura de Cristo se esculpe en piedra, madera u otros elementos, la figura del Cristo de Chiapas la esculpe la luz, el vacío. Una cruz calada que al permitir el paso de la luz forma la imagen del Cristo Redentor Resucitado. Así, queda como un desafío para todos los creyentes que contemplan la magnífica obra, el ponerle el rostro actual de Jesús: rostro indígena sufriente que deambula por sus calles, rostro migrante centroamericano perdido en su ruta de sueños americanos, rostros de jóvenes sometidos por la droga, rostros de mujeres minusvaloradas y violentadas, rostros anónimos, rostros doloridos… todos rostros del Jesús actual que caben perfectamente en su imagen crucificada y resucitada, y llenan el vacío de la cruz.
“Deja tu país, a tu parentela y la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré”, son las palabras de Dios dirigidas a Abram como un reto a su fe y a la confianza en la voz que lo llama. Es el sentido de este segundo domingo de cuaresma: salir, ponernos en movimiento, buscar, subir, encontrar, transformar. Abram deja las cosas queridas y se lanza en busca de la promesa y de la bendición. ¡Cambia toda su ruta por una palabra! Se desinstala y abandona sus seguridades para iniciar una travesía confiando sólo en un Dios que lo transforma en migrante. Va buscando no sólo la tierra sino también la bendición, la promesa, el contemplar el rostro de Dios. Ahora a nosotros nos gusta vivir “instalados”, tenemos la mentalidad de la comodidad, pretendemos hacer guardia al territorio y a las cosas que hemos adquirido, no queremos inseguridades, incomodidades, desvelos. Nuestra aspiración es conservar, acumular, asegurar. Pero la Palabra de Dios nos desinstala, nos mueve y nos seduce.
La Cuaresma es una “mistagogía”, un camino, que nos conduce a participar plenamente en la Pascua del Señor, es decir a vivir su pasión y su resurrección. Los apóstoles frecuentemente se mostraban sorprendidos porque las palabras de Jesús los dejaban inquietos. Cuando habló de sufrimiento y de cruz, de subir a lo alto, temieron por sus aspiraciones de poder y de seguridad, y reclamaron airadamente en la voz de Pedro, pretendieron hacerlo desistir de sus locos propósitos. Querían una vida tranquila, de seguridad, de bienestar y de comodidad, en cambio Él les anunciaba un camino de sufrimiento, de entrega, de vacío. Entonces Cristo toma a Pedro, Santiago y Juan, los hace subir a la montaña y les concede presenciar la transformación de su imagen, la Transfiguración, delante de los testigos cualificados del Antiguo Testamento: Elías y Moisés. Un nuevo rostro, un rostro que habiendo pasado por el dolor, ahora se muestra resplandeciente y una voz que lanza al seguimiento: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”. Nuevamente, no era la voz que querían escuchar Pedro y sus compañeros. Ya Pedro hacía cuentas y presupuestos para permanecer absorto en la belleza: tres tiendas y quedarse y permanecer en las alturas. Pero ese rostro resplandeciente primero tiene que forjarse por dentro, en el dolor, en el sufrimiento, en el seguimiento y la cruz. Es el camino de la Transfiguración, es el camino de la cuaresma.
Construir el rostro de Jesús no se hace desde el exterior con comportamientos, prácticas, reglamentos y seguridades. No se forja con moralismos, prohibiciones o imposiciones de cargas insostenibles. El rostro de Jesús y el rostro del hombre se construyen desde dentro, desde la llamada interior que lo levanta, que lo despierta y que lo hace una creatura en movimiento. Lo pone en búsqueda inquieta y solícita de la adhesión gozosa a su Señor. Le descubre aquello que es y aquello que puede llegar ser, es decir lo hace tender a lo que está llamado a ser, más que al simple hacer. El verdadero discípulo es alguien que cada día decide ponerse en camino, descubrir el rostro. La fe nos hace aceptar el riesgo y la aventura, no nos cubre como un manto, sino nos acicatea y nos expone a todas las intemperies.
Estamos llamados a descubrir ese rostro maravilloso de Jesús en cada uno de los hermanos. Nosotros hemos deformado su rostro en muchos de ellos y lo hemos convertido máscaras y caricaturas. No basta limpiar con un poco de agua y jabón el rostro de los que están sufriendo –aunque ya sería un primer paso–: es necesario cambiar la situación de tanta injusticia para descubrir ese rostro. Nuestra fe proclama que “Jesucristo es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre”. Por eso un amor y un compromiso por los hermanos están implícitos en la
fe en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza. Esta urgencia nace de nuestra fe en Jesucristo, el Dios hecho hombre, que se ha hecho nuestro hermano. “Los rostros sufrientes de los pobres son rostros sufrientes de Cristo”. Ellos interpelan el obrar de la Iglesia, de la pastoral y de nuestras actitudes cristianas. Todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres, y todo lo relacionado con los pobres reclama a Jesucristo: “Cuanto hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron”. Sólo así llenaremos ese hueco en la cruz y sólo así le daremos un rostro digno.
Mientras no seamos conscientes de las estructuras injustas, mientras no construyamos nuevas estructuras basadas en la fraternidad, en la igualdad y en el amor, no será posible reconstruir el rostro de Jesús. Se nos invita en la Cuaresma a la oración, al ayuno y a la limosna, pero como frutos de una verdadera conversión y una transformación, no para acallar conciencias sino para despertar a la realidad de que tenemos un solo Padre, al cual nos dirigimos; no podemos nosotros hartarnos mientras otros mueren de hambre; y la limosna es un signo de compromiso en la construcción de un mundo donde todos seamos hermanos. Sólo limpiando y reconstruyendo el rostro de nuestros hermanos que más sufren podremos descubrir y construir el verdadero rostro de Jesús. ¿Llevamos una cruz vacía porque no aceptamos a los hermanos? Pongámosle el verdadero rostro de Jesús.
Señor, Padre Santo, que nos mandaste escuchar a tu amado Hijo, alimenta nuestra fe con tu Palabra y purifica los ojos de nuestro espíritu, para que podamos descubrir su rostro en cada uno de los hermanos. Amén.