El enemigo
Condenados al Silencio
XXIII Domingo Ordinario
+Mons. Enrique Díaz
Obispo Auxiliar
Diócesis de San Cristóbal de Las Casas
Isaías 35, 4-7: Se iluminarán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán
Salmo 145: Alaba, alma mía, al Señor
Santiago 2, 1-5: Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos herederos del Reino
San Marcos 7, 31-37: Hace oír a los sordos y hablar a los mudos
Sin comunicación
Es horrible no poder hablar, no poder escuchar, sentir soledad en medio de la multitud, que no puedas comunicarte, dice un joven sacerdote que había llegado con todas las ilusiones y con las esperanzas puestas en hacer cosas maravillosas en nuestras comunidades, y sin más preparación se adentró a una comunidad chol. Bastó una semana para sentir la impotencia y la desesperación al no poder entablar comunicación. Es cierto, por ahí se encontraba un catequista que hacía traducciones, pero en la vida diaria se veía reducido a las señas y a la imaginación para expresar sus necesidades básicas. Es como si estuviera sordo y mudo, me decía. Lo que me causa más impotencia es que ya me estoy quedando solo y no encuentro caminos por dónde relacionarme. ¿Por qué no han aprendido español? Es un gran atraso en el que viven. Le responde el catequista: No, es solamente que tienen otro idioma, otras costumbres, y que tú estás lejos de ellos. Pero es muy diferente a que estuvieras sordo o mudo. Necesitas acercarte a ellos.
Grito de esperanza
Isaías parece comprender muy bien la situación actual: pesimismo frente a los graves problemas, desilusión ante la corrupción, miedo ante la violencia pero no se queda en el silencio y lanza su grito para que todos lo escuchemos: Digan a los de corazón apocado. ¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero viene ya para salvarlos. No son palabras de condena o de reproche, no son palabras acusadoras. Isaías bien comprende que nos asusta la incertidumbre de un futuro poco o nada claro, que nos paralizan los temores de un asalto o un secuestro, que nos angustia el porvenir tanto personal como de las comunidades. Entiende bien nuestro miedo a la muerte, a la dificultad, a la prueba y al dolor. Pero nos pide que levantemos la vista y contemplemos a nuestro Dios que llega para participar con nosotros. Nos invita a que en Él pongamos nuestra confianza. No puede quedar sordo a nuestro sufrimiento y a nuestro dolor, ahí está para compartir con nosotros y para darle sentido. Él viene a salvarnos.
Condenados al silencio
Pero para establecer un mundo nuevo es necesario crear nuevas relaciones entre los hombres basadas en la fraternidad y esto ya es tarea nuestra. Sentir la presencia de nuestro Padre Dios nos llevará a descubrir que es posible crear este mundo, tener otro tipo de relaciones donde cada persona sea reconocida como hermano. El apóstol Santiago lo tiene muy claro: Cristo ha venido a destruir toda discriminación de razas, de nacionalidad, de clase social, de sexo o de color de piel. Y esta situación es una llaga que nos lastima hoy: no podemos negar la cruel discriminación que se da en medio de nosotros, a veces disfrazada, manipulada y hasta exaltada. Nos encontramos en un país de sordos y mudos. Los que tienen las graves necesidades y los muchos problemas, por más que se cansen de gritar, de pedir y de demostrar, no son escuchados. Quienes tienen la autoridad, el poder, el dinero y las posibilidades de solucionar problemas, se han vuelto incapaces de escuchar los gritos de angustia y de dolor del pueblo. Somos sordos que cerramos los oídos para no percibir realidades que nos están gritando: un ecosistema que se agota, una naturaleza que ya no aguanta nuestra destrucción, hermanos que claman de hambre y necesidades, pero que no encuentran respuesta. Hemos cerrado nuestros oídos y no percibimos estos gritos desgarradores. Hemos perdido la capacidad de propiciar un encuentro cálido, cordial y amable con los demás.
Romper el silencio
Cristo no excluye a nadie, es más, tiene un amor preferencial por los más débiles. En la narración del milagro realizado, Cristo nos da una gran lección. No se queda en la lejanía e indiferencia ante el dolor. Se acerca al enfermo, busca un espacio de intimidad y soledad para entablar comunicación, toca sus oídos, toca su lengua y sólo después de esto, lanza su grito imperioso: Effetá. No hace el milagro como quien agita una varita mágica, sino que se identifica con los sufrimientos, participa de la desgracia y se hace cargo de ella. Y éste es un signo y señal de lo que Cristo hace hoy en día no sólo en el plano corporal, sino en toda la persona, y puede abrir nuestros oídos y nuestros labios para romper esa coraza de silencio que se interpone entre los enemigos, que hace dolorosa la relación familiar, que separa las comunidades. Estamos mudos cuando cerramos por orgullo los labios y preferimos un silencio esquivo y resentido, mientras que una palabra podría suscitar soluciones, romper hielos y devolver paz y armonía. Vivimos en un mundo de silencio, aislamiento y soledad provocado por nuestros orgullos, por la injusticia y por la discriminación. Necesitamos romper el silencio con el lenguaje del amor, para escuchar y para hablar.
¡Effetá!
También quedamos sordos y mudos ante Dios. Ni queremos escucharlo, ni queremos hablarle. Vivimos resentidos con Él, cuando nosotros hemos destrozado nuestro mundo. Hoy Jesús grita también para nosotros su potente ¡Effetá! ¡Ábrete! que nos lleva a abrir el corazón a Dios, a los hermanos, a la naturaleza y a nosotros mismos. ¿Seremos capaces de romper nuestra coraza y abrir nuestro corazón a la Palabra? ¿Seremos capaces de escuchar al hermano y pronunciar la palabra justa? No podemos eludir las preguntas: ¿sé realmente escuchar las voces de Dios? ¿Soy capaz, aunque con tartamudez y lentitud, de anunciar su mensaje? ¿Tengo espacios para encontrarme con Él? Y en el horizonte fraternal: ¿escucho el sentir y el dolor de los hermanos? ¿Permanezco mudo ante las injusticias, la mentira y el dolor?
Señor Jesús, palabra y comunicación del Padre, abre nuestros oídos para escuchar tu mensaje, nuestro corazón para recibir a los hermanos y nuestra boca para anunciar tu evangelio. Amén
LEM. Claudia Corroy
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