La suerte de Cuitláhuac, el indeseable
Autoridad que da vida
IV Domingo Ordinario
+Mons. Enrique Díaz
Diócesis de San Cristóbal de Las Casas
Deuteronomio 18, 15-20: “Les daré un profeta y pondré mis palabras en su boca”
Salmo 94: “Señor, que no seamos sordos a tu voz”
I Corintios 7, 32-35: “Vivan constantemente en presencia del Señor”
San Marcos 1, 21-28: “No enseñaba como los escribas, sino como quien tiene autoridad”
Quedé sorprendido por la forma de elección de la autoridad en aquella comunidad. Yo esperaba que, después de discusiones y enfrentamientos entre diferentes facciones, escogieran a uno de los líderes que más hablaban o más respetados. Pero la comunidad, reunida en pleno, después de unos momentos de deliberación, impusieron el cargo a Manuel, un jovencito que tenía apenas tres años de casado e iniciaba su vida familiar. Pronto me di cuenta que la autoridad no la tenía una persona, sino la comunidad y que Manuel sólo se había convertido en el servidor, representante y organizador de las tareas. A él, que parecía tan callado, todos le obedecían pero él también escuchaba a todos en especial a los más ancianos. Su servicio sólo duraría dos años pero exigía una entrega total aunque también contaba con la colaboración y el apoyo de todos. “Cuando la autoridad es para servir, nadie pelea por ser el mayor. La autoridad no se convierte en opresión ni en privilegio sino en servicio”, me comenta Dionisio, uno de los ancianos más respetados.
¿Cómo iniciará Jesús el anuncio del Reino entre los suyos? Las primeras acciones que nos narra San Marcos tienen dos dimensiones muy concretas: enseñar con autoridad y liberar de toda opresión. El lugar elegido es Cafarnaúm, pequeña ciudad a orillas del lago de Galilea, cruce de culturas, punto fronterizo y cosmopolita, que llegará a ser especialmente entrañable al convertirse en el centro de sus operaciones. Enseña en la sinagoga, en el lugar ordinario de la proclamación de la palabra de la Ley de Israel. Allí su palabra resuena novedosa y llena de autoridad. ¿Por qué dicen las gentes que enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas? No porque mande mucho o haga ostentación de sabiduría y de poder, sino porque “tiene en su boca las palabras de su Padre” que dan vida y salvación. Su autoridad brota de su entrega, de su servicio y de su amor. Su palabra anuncia Buena Nueva y toca el corazón. Los escribas saben mucho, enseñan bien la ley, pero una ley que esclaviza y que al endemoniado lo deja atado a su impureza. Jesús libera y sana, y da una nueva interpretación de la ley al hacer una curación en sábado. Jesús nos enseña que tiene autoridad porque da vida.
Quizás nunca como ahora sentimos ese vacío de autoridad y con asombro descubrimos niveles de corrupción insólitos, porque se aprovecha el puesto para el propio beneficio y porque se asocia con el crimen y la violencia. Asistimos hoy a una grave crisis de credibilidad de la autoridad y su palabra, en la vida política, social, económica, familiar y hasta religiosa. Y como se pierde la autoridad por no ir respaldada con hechos, se quiere imponer con gritos, amenazas, castigos y fuerza. Así encontramos desde padres que exigen obediencia “sólo porque yo mando”, hasta ejércitos que con muerte y destrucción hacen valer “la autoridad” de los poderosos, imponen silencio u obligan a desapariciones forzadas. A la luz de la autoridad de Jesús ¿qué tendríamos que replantearnos todos los que de algún modo tenemos autoridad? ¿Cómo pueden las palabras de un maestro, de un papá, de un sacerdote o de un gobernante estar llenas de autoridad? ¿Qué tendrían que atender quienes ostentan un cargo público? ¿Qué pueden aprender quienes en estos días se ofrecen como candidatos? ¿De verdad su intención es servir o servirse? Mientras nuestras palabras no vayan respaldadas por el amor y por hechos que den vida, quedarán huecas y vacías.
Hoy también hay demonios y quizás más temibles que en los tiempos de Jesús o al menos iguales porque la corrupción, la mentira y la ambición siempre se cuelan en el corazón. Para comprender mejor el milagro quizás debamos recordar que en aquellos tiempos toda enfermedad era vista como un castigo y como una obra del demonio y que su curación no solamente podía ser vista en términos de sanación física, sino como una verdadera liberación de un poder maligno. Todo mal y toda enfermedad esclavizan y atan a la persona y Cristo viene a liberar a la persona íntegra. Así que no siempre serán exorcismos los que haga Jesús pero todos sus signos son una liberación del mal y de la opresión. Como cristianos que intentamos seguir a Jesús hemos de traducir este “milagro” a nuestro tiempo y circunstancias. El reto en nuestros días es hacer “milagros” que, al igual que el de Jesús, humanicen, dignifiquen y liberen. Necesitamos expulsar los demonios de la pobreza, la mentira y de la corrupción, necesitamos sanar a nuestra sociedad de la ambición y del materialismo, necesitamos una lucha abierta contra las drogas, la violencia, la trata de personas y toda esclavitud. Necesitamos rehabilitar al hombre y hacerlo nuevo. Estas serían las palabras de autoridad que cada uno de nosotros tendría que pronunciar para proclamar que el Reino de Dios está entre nosotros.
En muchos espacios no se quiere escuchar a Jesús y se le teme a su palabra. Quizás a nosotros nos pase lo mismo que a los demonios que reconociendo la autoridad de Jesús le decían: “¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros?” Y ciertamente la palabra de Jesús es exigente y descubre el corazón, pero es la única que nos dará la verdadera vida y libertad. Purifica y sana, pero hemos de abrirle el corazón. En este día pensemos: ¿cómo estamos acogiendo esta palabra de Jesús? ¿En qué forma ejercemos la autoridad? ¿Qué “milagros” hacemos que dignifican a las personas y hacen creíble la presencia del Reino en medio de nosotros? Sin temores, con sinceridad y audacia, porque Cristo está con nosotros.
Padre Bueno, que nos has enviado a tu Hijo Jesús y le has dado toda autoridad para que nos conduzca a la vida en abundancia, concédenos acoger de tal modo su palabra que podamos traducirla en milagros cotidianos de amor. Amén.