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“Me dejaste sola, te amo”, se despide hermana de Paquita la del Barrio
Desde que aprendió a caminar, amó el baile. Nunca aspiré a ser una estrella, solamente deseaba bailar, decía MUERE YOLANDA MONTEZ TONGOLELE, A LOS 93 AÑOS Yolanda Montez Tongolele fue mucho más que una figura icónica del cine y el teatro mexicano; con los años, se volvió para mí una amiga entrañable. Gracias al maestro Raúl Anguiano y a su esposa Brigitta, forjamos una amistad que nos llevó a disfrutar momentos inolvidables. Tuve la oportunidad de pasear con ella, de su brazo, por las calles de la Ciudad de México y de frecuentar algunos restaurantes. Mientras caminábamos o nos sentábamos a la mesa, la gente la reconocía y se acercaba con simpatía para saludarla o tomarse una foto, algo que ella siempre recibía con calidez. Junto a la periodista Norma Inés Rivera y el fotógrafo Antonio Caballero, la entrevistamos por primera vez en su hogar de la colonia Condesa. Su generosidad como entrevistada fue notable, y las fotografías tomadas en esa ocasión se convirtieron en un valioso testimonio de su trayectoria. Fue una mujer brillante que enfrentó serios desafíos de salud, incluida la lucha contra el olvido, algo que nunca divulgamos por respeto a sus hijos y nietos, con quienes encontró refugio y cuidados en Puebla. Lamentamos su partida y, al mismo tiempo, preservamos la memoria de una vida dedicada al arte y a los espectáculos. Esta es la franca charla con la mítica exponente del erotismo enigmático y pionera de las bailarinas exóticas en México, donde reseñó su temprana afición por la danza, su llegada a nuestro país y su incursión en la pintura y la escultura, pasiones que la mantuvieron vigente hasta el final de su vida activa.
En distintos lugares del mundo aún se le rinde homenaje. Sus admiradores la identifican no sólo por el mechón blanco característico, sino también por sus sensuales movimientos de cadera, que en su momento llegaron a escandalizar a las conciencias más conservadoras Alberto Carbot Desde que aprendió a caminar, Yolanda Ivonne Montez Farrington, Tongolele, asegura que sólo tenía una cosa en mente: bailar, pero nunca estuvo en sus planes llegar a convertirse en una gran figura, como ha sido su destino, y ver su nombre con grandes letras colocadas en las marquesinas de los principales teatros y centros de espectáculos de América y Europa. “Yo solamente quería bailar”, afirma con franqueza la mítica danzarina del mechón blanco y expresivos ojos azules, con marcados tintes verdosos que por efectos de la luz en ocasiones los cambian inesperadamente de tonalidad. La inolvidable artista recibió a los periodistas de Gentesur / La Revista de México en su casa de las calles de Cuautla, en la colonia Condesa, un hogar sencillo y agradable, rodeada de centenares de fotografías, cuadros, esculturas y testimonios de su exitosa carrera desde que debutó en México a finales de 1948, siendo apenas una jovencita de 15 años, sin imaginar que su belleza y sus bailes, cautivarían los corazones y atraerían las entusiastas miradas de miles de admiradores que como en éxtasis seguían sus movimientos sobre la pista y centraban su contemplación en ese cuerpo joven, ágil y voluptuoso que se agitaba con destreza felina al ritmo de los tambores. Mientras el prestigiado fotógrafo Antonio Caballero comienza su labor, Tongolele recuerda su infancia en Spokane, Washington, próxima a la frontera canadiense, en donde nació el 3 de enero de 1932. Rememora posteriormente su vida en la pequeña isla de Alameda, en Oakland, California, a donde a los 7 años se trasladó en compañía de sus hermanos y su madre, luego del desafortunado divorcio de sus progenitores.
Allí tuvo oportunidad de acrecentar su relación con Molly, su abuela materna, una mujer con herencia francesa y reminiscencias polinesias, y que “tenía muchos discos con ritmos tahitianos y sonido de tambores, que yo escuchaba y me motivaban a bailar”. La secreta afición; el ritmo ya lo traía en la sangre A puerta cerrada, en los escasos momentos en que podía estar a solas, la pequeña Yolanda corría hasta el tocadiscos, colocaba uno de esos acetatos y comenzaba a danzar al ritmo de las percusiones de los clásicos pates tahitianos que con armonía y cadencia irrumpían desde las bocinas del tocadiscos de su abuela. Y allí, los ojos entrecerrados, al compás de las apasionantes pulsaciones de los tambores —que cesaban abruptamente si percibía que alguien podía entrar de improviso y descubrir su entonces secreta afición—, ella se transportaba inocente pero sensual, agitando los brazos como alas de gaviotas prestas a remontar el vuelo, hacia otros estadíos que la hacían sentirse diferente, ajena a las inquietudes dancísticas que serían características en otras pequeñas de su edad, pero no en ella. La niña Montez mantenía otro tipo de intereses y aspiraciones por el baile, que solía afianzar “con algunas clases de tap y ballet, aunque creo que eso yo ya lo traía en la sangre”, dice y agrega: “No sé por qué, nunca quise decirle a nadie que me gustaba bailar. Solamente se lo comentaba a las niñas, mis compañeras de escuela, y entonces mostraba mis habilidades y les presumía mis meneos, pero nunca a mi familia. Esa era como mi vida secreta”, recuerda con nostalgia. Apenas cumplió 15 años “pensé que ya era tiempo de averiguar cómo podía llegar a ser bailarina profesional y supe que en Okland existía una agencia de artistas del Ballet Internacional de San Francisco, que reclutaba aspirantes”. La avalaban solo algunos premios obtenidos en competencias de baile escolares, y sencillas pero aburridas tareas desempeñadas en el terreno laboral, durante sus períodos de vacaciones. “Ya había trabajado en un pequeño supermercado y en fábricas de chocolates y conservas muy modestas”, comenta.
Su experiencia más cercana en el terreno del arte, la había adquirido en los recibidores de un cine de San Francisco, donde temporalmente laboraba como acomodadora, función que de paso le permitía observar gratuitamente las películas de estreno. Con interés seguía las evoluciones de algunas de las grandes estrellas del espectáculo. “Así que fui a una entrevista al Ballet Internacional, pero como era menor de edad, les mentí, asegurando que ya tenía 16 años. Ellos me dijeron que, con mi apariencia, bien podía pasar por una chica de 18, así que me contrataron”, cuenta. Al salir del lugar, visiblemente motivada por la noticia, llamó por teléfono a su madre, Edna Pearl Farrington, descendiente de padres franceses e ingleses —quien se había ya casado con Alexander Al Edwards, un hombre nacido en Escocia—, para comentarle lo que por sí misma había podido conseguir. “En general, mi familia era muy estricta, pero mi madre se puso feliz cuando le informé la noticia, porque ella sabía que yo había nacido para bailar. “Sin embargo no ocurrió así con Al, su marido, un hombre muy chapado a la antigua —bastante severo conmigo y mis hermanos William y Stanley—, que casi no nos dejaba ir a fiestas o al que le molestaba que me pintara o saliera con amigos.
“Cuando él se enteró que me habían contratado para bailar, incluso fue a reclamarles y su molestia fue tal, que no me dirigió la palabra por casi 2 años. Si uno ve su reacción así, de manera aislada, podría pensarse que era un intransigente, autoritario, pero a su estilo él quería protegerme, que me cuidara, que no equivocara el camino, porque pensaba que estaría frente al asedio de algunos hombres. En el fondo era muy afectivo, generoso y muy atento. Después lo llegué a querer mucho. “Sin embargo, la personalidad de Al era todo lo contrario a la de mi padre, Elmer Steven Montez, quien era un gran atleta, muy fuerte, muy alegre. Mi papá, sueco—español, era piloto de pruebas de la Fuerza Aérea, y me llevaba a volar en sus aviones; patinábamos juntos o íbamos de excursión, a cazar y pescar. Luego de que ellos se divorciaron, nos escribía mucho, pero no nos veíamos. Al cabo de un tiempo, con mi hermano William —que me llevaba 5 años y Stanley, al que yo le llevaba 2, porque era la hija de en medio—, tuvimos oportunidad de pasar una temporada inolvidable con él en Spokane. Finalmente retornamos a Alameda, para estar de nuevo con mi madre y ya prácticamente no lo volvimos a ver. México en su destino Al cabo de algunas sesiones de entrenamiento, desde su incorporación al Balle Internacional de San Francisco, la joven se ganó el reconocimiento y la admiración del público y de sus compañeras. Empero, sus ansias de crecer la llevaron, en poco menos de un mes, a probar suerte en el Joe Di Magio Club, y luego, en El Huracán, el más importante cabaret tahitiano de San Francisco, donde comenzó a forjar su prestigio de estrella. “Poco después conocí al famoso cantante cubano Miguelito Valdés, Mr Babalú, quien varias veces llegó a verme a El Huracán y en una de esas visitas me presentó al bailarín Otto García, de Puerto Rico, quien me pidió fuese su pareja para actuar en Wilshire Ebell Theatre de Hollywood en Los Ángeles. “También acompañé como bailarina al propio Valdés”, señala. Fue en esa cosmopolita ciudad donde también conoció al empresario mexicano Ramón Reachi, quien le ofreció trabajo en el cabaret Tropics de Tijuana —“un sitio muy elegante, al cual asistían toreros, periodistas y miembros de la farándula estadounidense—”, y donde actuaban la cantante Toña La Negra y el pianista Bruno Terrazas.
“De allí, a finales de 1946, sin saber ni una sola palabra en español, una amiga modelo me invitó a ir a la ciudad de México por dos semanas, para conocer el país, porque Tijuana —aclara—, no era México. “Ella era amiga de Carlos Amador, quien luego me presentaría en la arena Coliseo como Yolanda Montez, la bailarina tahitiana”. “Para empezar, no tenía un vestuario adecuado, ni sabía siquiera donde quedaba la tal Coliseo. Pensé en un momento en retornar a mi país, pero finalmente decidí quedarme y mudarme a un hotel; me fui a vivir al Altamira, que era de los mejores, ubicado cerca de la calle de Balderas, y al que llegaban muchos artistas y empresarios. “Dije: voy a aguantar un mes y si tengo que pedir dinero a mis padres lo haré, en tanto a ver si no sale otra cosa”, comentaba para sí la legendaria bailarina. “Afortunadamente lo de la arena fue un éxito y luego vino el ofrecimiento de Luis Novelo, el empresario del espectáculo más importante de Yucatán, quien cada cierto tiempo venía a México a contratar artistas, para presentarlos en el hotel Montejo de Mérida. Me invitó a trabajar un mes allá y acepté, pero le pedí que, además, me acompañaran unas bailarinas norteamericanas que yo había conocido aquí. Así que allá nos presentamos como The Glamour Girls y duramos casi 3 meses.
Al concluir me propusieron viajar a Cuba o volver a México”, dice, y añade: “Mi intuición me dijo que escogiera regresar a México. Es muy curioso: cuando no sé qué decidir, no pienso en lo que me preocupa, y de pronto solita me viene la respuesta. “Me dejo guiar por la intuición y mis presentimientos. Es como si alguien al oído me dijera lo que debo hacer”, asegura. El origen de su nombre artístico y el característico mechón blanco que la ha inmortalizado Existen múltiples leyendas sobre el origen de Tongolele, el nombre artístico que desde sus primeras presentaciones catapultó a la fama a Yolanda Montez y por el cual fue universalmente conocida. “Finalmente éste invoca mi estilo de baile entre africano y tahitiano, pero también toda mi vida”, dice en la entrevista con Gentesur / La Revista de México. —Si yo la presentara en la entrevista simplemente como Yolanda Montez, sin una imagen suya, quizá pocos la reconocerían, pero si me refiero a Tongolele, de inmediato sabrían de quién se trata, aunque no muestre una fotografía. ¿Dígame usted cómo le gusta que le llamen? Mis amigos me dicen Yolanda, y el público —generalmente compuesto por familias—, cariñosamente me dice Yoli. Algunas mujeres jóvenes o maduras que están casadas, cuando me descubren en la calle o en una reunión, me detienen y me preguntan: —Doña Yoli, ¿se puede tomar una foto con mi marido, como un regalo para él? Y yo accedo con gusto; me gusta corresponder a ese cariño de ese público que quizá no me ha visto actuar personalmente, pero conoce mi carrera por las películas, la televisión o la prensa. Las diversas historias sobre cómo surgió el nombre de Tongolele, han trascendido el tiempo. También su característico mechón ha sido objeto de disparatados apuntes. Una reseña de la revista Somos, dio cuenta del puntilloso comentario de J. Jesús Cervantes en el número 538 de Cinema Reporter, el 6 de noviembre de 1948. “En pijama, sentada en su cama (Yolanda Montez) comenzó a buscar en el diccionario palabras exóticas. Del Congo Belga sacó la palabra Congo, cambiando la “c” por la “t”. Así compuso Tongo —en frontón quiere decir chanchullo—. “De una palabra cualquiera tahitiana, sacó lele, la cual según la gente de teatro quiere decir engaña–bobos. Así fue como nació Tongolele…” Y sobre el mechón de la bailarina, el periodista aseguró: “Un domingo invitaron a Tongolele a una corrida de toros. Aquella tarde alternaba Luis Procuna con otros diestros. “A Yolanda, como buena villamelona, lo que más le llamó la atención fue el lunar de canas que el diestro de San Juan tiene. “¿Qué cosa trae ese torero sobre la cabeza?, preguntó ingenuamente a las personas que la acompañaban. Es un mechoncito de canas, le contestaron. ¿No será que ese torero se pinta esa parte del pelo para adquirir personalidad o para que le dé suerte? inquirió de nuevo. Sus amigos le contestaron: No, es un mechón de canas naturales. “Tongolele no preguntó más. Pero ese mismo día comenzó a pintarse el mechón que sería más famoso que el de Procuna…” Ella ríe moviendo la cabeza, al escuchar lo que los periodistas de esa época escribían en torno a su personaje. “Bueno, no fue así, porque nunca me pinté el mechón, más bien lo dejé de ocultar con el tinte, porque pensaba entonces que si me veían el pelo blanco, creerían que estaba vieja. “Por otro lado, nunca quise cambiar mi nombre. Yo me presentaba como Yolanda Montez y sentía que así me iba bien”, dice. Y expone luego la auténtica versión. “Las cosas se dieron de esta manera: “Un día, cuando volvía de una presentación en Monterrey, el empresario Ramón Reachi —a quien había conocido en Estados Unidos y fue quien me llevó a trabajar inicialmente a Tijuana, en El Tropics—, me invitó a participar en una revista cubana de Lya Ray, que se presentaba en el teatro Iris, con amigos del medio que el él conocía, y que eran el español José Linares Rivas y César Mantilla, un venezolano. Los dos hablaban inglés y conversaban mucho conmigo, porque yo casi no hablaba nada de español. “Cuando terminé mi espectáculo, la estrella del show, que era esposa de Mantilla, llegó y me dijo: —Usted debe cambiar su nombre porque francamente no baila como las cubanas. Mejor póngase un nombre llamativo, que vaya de acuerdo con lo que baila. “Así que al llegar a mi departamento empecé a experimentar con varias opciones de nombres africanos y tahitianos. Los partía por la mitad y los combinaba tratando de encontrar algo; buscaba un nombre que me sirviera solamente para ese show. Luego, cuando concluyera mi temporada, volvería a usar el mío. “Pensé en Congo y así, solo, no me gustó. Seguí hilando parte de las palabras africanas y tahitianas. Le cambié la “t”por la “c” y luego le junté la palabra lele. (En lenguaje esotérico de la polinesia significa mover). “Pero también le anduve dando vueltas a otra palabra africana Sandoa y como una primera elección la presenté al grupo de bongoseros, quienes más hablaban conmigo, porque las otras bailarinas cubanas —tal vez por envidia—, no me dirigían la palabra, ni siquiera para saludarme”, dice. “A ellos y a los empresarios Sandoa no le gustó mucho y además luego me dijeron que en Cuba había una bailarina con un nombre muy parecido, así que me convencieron que mejor usara el de Tongolele, que se me quedó para siempre, aunque cuando me anunciaban con él en Estados Unidos, nunca podían pronunciarlo bien y en inglés, mal pronunciado, el nombre puede sonar muy mal. La rubia del emblemático mechón blanco Acerca de su legendario mechón blanco, señala que “forma parte de la herencia materna. Mi madre lo tenía; a mí me salió como 11 o 12 años, y a uno de mis hermanos, como a los 20. “Muy pocos lo saben, pero el color natural de mi cabello es caoba o rubio rojizo; fue cuando empecé a trabajar que me lo pinté de negro como lo tengo hasta hoy. “En una ocasión, la primera vez que salí de México para hacer una gira, me dijeron que debía teñírmelo de ese color, porque en los carteles para actuar en el El Tropicana de Cuba me habían anunciado como La pantera negra. “Me gustó la idea, y como digo, sólo me dejé de pintar el mechón blanco, porque entonces me pareció atractivo el contraste y así lo dejé, en su color natural, para siempre”, señala. —Además del mechón blanco en su cabello, otra característica muy suya lo representa el color de sus ojos. Unas veces se le ven azules, otras, parecen verdes—aceitunados. Oficialmente, por así decirlo, ¿cuál es su verdadero color? En mi familia hay ojos de todo tipo de colores. Los hay verdes, azul mediterráneo, azules, cafés y mi mamá los tenía negros. Asegura que su papá llamaba negrita a su madre y que se enamoró de ella por sus ojos oscuros. “Siempre quise tener los ojos negros de mi mamá, porque pensaba que eran lo más bonito del mundo… “Los míos son azul oscuro alrededor, con líneas amarillas dentro, aunque a veces —dependiendo de la luz—, pueden verse completamente azules. Un amigo creía yo los tenía verdes, porque en el cabaret se me ven de ese color, pero mis hijos dicen que cuando estoy enojada se me ponen morados”, celebra con una gran carcajada. Una vida de éxito Tongolele recorrió exitosamente América y Europa. En Madrid, permaneció por más de 4 años. En Estados Unidos, el Caribe, Centro y Sudamérica llegó a imponer récords de asistencia durante sus actuaciones. Aunque señala que en la actualidad ve poca televisión y no está tan al pendiente de lo que se publica sobre ella, reconoce que desde los 15 años comenzó a guardar en álbumes todo lo referente a su carrera, “hablaran bien o mal de mí”. Asegura que se convirtió en estrella “casi sin darme cuenta, porque sólo me concentraba en mis bailes” y se hizo famosa “al grado de que nunca tuve necesidad de tocar puertas para encontrar trabajo, ni en el teatro ni en el cine”, subraya. Amiga de connotados artistas e intelectuales, recuerda con mucho cariño a 2 personajes clave, que, por sus acciones, pasaron a ocupar un lugar especial en su vida. Uno de ellos fue el reconocido fotógrafo Armando Herrera, “quien me apoyó desinteresadamente al inicio de mi carrera y desde que llegué a México me hizo centenares de bellas imágenes. Yo creo que a mí me hizo más fotografías que a nadie”. El otro, fue el doctor Elías Nandino, poeta, quien primero fue su médico, su amigo y posteriormente se convirtió en confidente y su más fiel admirador. La primera vez que él la vio, quedó prendado de su belleza. Y escribió: “…Era una mujer bellísima, una adolescente luciendo la promesa de su forma. Cuando bailaba era un nido de llamas contra el viento. Lo interesante es que movía todo el cuerpo, como el escarceo de las olas en el mar. Quedaba quieta, como la luna llena, en éxtasis, en medio de los cielos…” Su relación se fortaleció al paso de los años, mediante un profuso intercambio epistolar, que sólo cesó hasta el día de la muerte del intelectual jalisciense, ocurrida en Cocula, en 1993. El símbolo sexual; la exótica que reinó en la vida nocturna de México Tongolele conoce en carne propia lo que es la censura, porque —por su espectacular forma de bailar y mover las caderas—, en muchos de los lugares donde se presentaba, dentro y fuera del país, llegó a provocar la movilización de los grupos sociales más conservadores e incluso la intervención de algunos funcionarios públicos, representantes de la Iglesia y comunicadores, que exigían poner fin al “exhibicionismo morboso de las desnudistas” y el cierre de los teatros y centros nocturnos, que les dieran cabida. En su carácter de máxima exponente del exotismo —“como fui llamada por la forma en que me movía e interpretaba mis bailes o incluso por el tono de mi piel o el color de mis ojos, no porque me desnudara”—, considera que muchas de estas críticas fueron injustas, porque ella comenzó su carrera “en teatros de revista muy famosos, inicialmente familiares, como El Tívoli o el Follies Berger, y los números que montaba estaban dirigidos a todo el público.
Por ahí estuvieron Lilia Prado, Jesús Martínez Palillo, Manuel Medel y Rosita Fournés “Que al paso del tiempo éstos presentaran imitadoras que no tenían estilo, ni sabían bailar y sólo enseñaban el cuerpo, y se hayan transformado prácticamente en teatros de burlesque, no es de mi incumbencia, porque ya no trabajaba en ellos”, dice. Sin embargo, las anécdotas de su paso por esos teatros están frescas en su memoria; sobre todo, las disputas entre los principales empresarios por garantizar la exclusividad de Tongolele, ya en esos momentos convertida en una mina de oro. Comenta que Américo Mancini, el dueño del Tívoli, “—un italiano cuyo nombre no quisiera ni mencionar—, cuando se enteró que me iría al Follies, pagó a la prensa para que sus amigos periodistas me atacaran y difamaran”. De manera tramposa también le falsificó su contrato, a fin de obligarla a permanecer por otras cuatro semanas, para tener tiempo de preparar a Su Muy Key, la bailarina exótica, con quien Tongolele sería remplazada. “En los periódicos y revistas que se prestaron a las mentiras de ese empresario, decían cosas horribles, como que yo había trabajado de prostituta en la frontera o que me habían visto actuando en otros cabarets totalmente acabada”. También pagaba a gente del público, para que al momento de mi actuación, me abuchearan y gritaran una serie de insultos que me hacían llorar. Hasta a algunos de mis compañeros del teatro les prohibieron que me saludaran. “Yo no sabía que había una campaña para hundirme, pero aún así, el público siguió conmigo, el teatro siguió lleno y solamente algunos grupos de mujeres católicas, que creían ciegamente en la mala propaganda, iniciaron algunas acciones. Y el colmo, hasta llegaron a cubrir la estatua de la Diana Cazadora”, afirma. Desde su debut, su temporada en el Follies fue todo un suceso, que no sólo neutralizó la campaña del empresario italiano, sino incluso superaron los récords de asistencia impuesto por varios de los consagrados, entre ellos Mario Moreno Cantinflas y Jesús Martínez Palillo. Luego de haberse convertido en referencia del éxito a través del baile, muchos teatros —entre ellos el mismo Tívoli—, se lanzaron con desesperación a la búsqueda de nuevas exóticas, que pudieran imitar los bailes de Tongolele, principalmente en clubes desnudistas en Estados Unidos. Yolanda Montez dice que “trataron de hacer réplicas mías, y para ello trajeron guapas mujeres y las bautizaron con nombres tan estrambóticos y hasta estúpidos como Kalantan, que se rumoraba había trabajado en un burlesque y mantenía una relación lésbica con su asistente. “Ellas empezaron a vulgarizar el baile tahitiano. No sabían que exotic dancer, se refiere al burlesque y no es lo mismo que baile exótico”, dice. Por otra parte, Kalantán “usaba una falda tipo afro, pero de gasa. Ella, con las piernas abiertas, realizaba un movimiento pélvico que le subía la falda, lo cual, en lo personal, me parecía vulgar”.
En el colmo de la mala imitación, reseña igualmente que incluso la llevaron a vivir en el mismo departamento que alguna vez ella había ocupado con su mamá, en un edificio que se hallaba a un costado del hotel Reforma. “También le consiguieron un Buick convertible azul, igual a que yo había tenido, con el propósito de convertirla en una burda copia. Finalmente ella no gustó porque lo que yo bailaba no era vulgar. Eran muchos movimientos que yo realizaba, pero todo era a base de control muscular”, afirma. El músculo que no existe Tongolele recuerda encantada los comentarios de algunos médicos que decían que había inventado “el músculo que no existe”, porque una vez en la pasarela logró hacer una rotación tan cerrada de la cadera, “que parecía Chimmy árabe, pero en mi caso, movía la cadera caminando… “Generalmente no se puede ir caminando y moviéndose en redondo, muy rápido y cerrado, pero yo pude ir por toda la pasarela del teatro haciendo el meneo, pero estática y solamente moviendo la cadera. “Este movimiento se me ocurrió en una ocasión en que me paré en un extremo, de puntas y empecé a mover el coxis. Si tienes algo en la cadera como plumas o flores, evidentemente se nota”. Los años no transcurren en vano. Yolanda Montez lo sabe en carne propia, pues antes bailaba diariamente, pero dejó de hacerlo de manera temporal, luego de un accidente que tuvo al caerse de la escalera, lo que provocó que un pedazo de cartílago se le incrustara en la pierna izquierda, lo cual le hizo perder un poco de sensibilidad en esa área. Sin embargo, señala con satisfacción que “nunca he parado de bailar, excepto como seis meses o algo así. Mi médico me recomendó entonces que durante ese tiempo prescindiera del baile y el meneo”. Aunque estima que se mantiene muy en forma y que incluso podría bailar igual que antes, reconoce que “a mi edad sería ridículo tratar de hacer un show en cabaret. Tal vez podría hacer una pequeña presentación, si hay motivo y una forma digna de explicar mi técnica en una obra de teatro o en un pequeño show. “En Estados Unidos, algunas mujeres que ya son mayores —pero se hallan en buen estado físico y que de alguna forma se han dedicado a este tipo de actividades—, hacen pequeños shows y lo hacen bien. Entonces habría que preguntarse por qué no volver a bailar ante el público. Notable artista plástica; la pintura y escultura, otras de las pasiones de esta legendaria mujer Como muchas mujeres legendarias, Tongolele posee una faceta poco conocida, como lo es la pintura y la escultura. Admite pintaba desde niña, porque su familia estaba muy inclinada hacia las actividades líricas y estéticas. “Cuando fui adulta, a pesar de que era una actividad que me gustaba, nunca tomé clases de pintura, porque no tenía tiempo, vamos, ni siquiera para tener novio fuera del teatro. Si Joaquín, mi esposo, no hubiera trabajado conmigo, seguro que no me hubiera casado nunca”, afirma sonriente.
Señala que suele pintar en el estudio, que ocupa casi toda la parte de superior de su casa, donde también muestra esculturas de muy alto nivel, a las que ella, por modestia, prefiere restarles importancia y comentar que simplemente “son algunos trabajos”. Dice que hasta hoy sólo ha presentado 3 exhibiciones de sus obras, porque realmente no dispone de tiempo para ello, ya que se halla inmersa en diversas actividades de tipo social, puesto que continuamente es invitada especial a muchos eventos. “A veces para mí hasta es un descanso viajar a Nueva York”, señala. —En sus obras, ya sea en sus pinturas al óleo o sus esculturas, muestra usted un muy desarrollado sentido de la anatomía. ¿Dónde aprendió a pintar? “Soy autodidacta, aunque leo mucho sobre las técnicas, y esto se me dio desde niña, ya que pintaba hasta desnudos. A veces, con modelos, he llegado a pintarlos, pero curiosamente a mí nunca me han hecho uno, ni mis más cercanos amigos, como fue el caso del maestro Raúl Anguiano. Aunque sé que para un artista esto no es malo, la única persona que me vio desnuda fue mi marido”. Tongolele comenta que generalmente suele regalar sus obras, pero confiesa que recientemente vendió una, y a continuación muestra una pintura inconclusa, con tema de un harén africano. “Me da pena confesarle que no sé cobrar; eso me da mucha vergüenza y por ello he regalado mucha obra, aunque luego suelen regañarme mis amigos”, refiere la legendaria bailarina, quien durante algún tiempo incursionó asimismo en el periodismo en Estados Unidos, publicando entrevistas con personajes connotados de la actuación y las artes, en la revista Temas. “Fue una actividad que se me dio mientras me hallaba de gira en algún país; también me gusta bordar. En Las Vegas, por ejemplo, no salía y me pasaba mucho tiempo en el camerino, así que bordaba o entrevistaba a algún notable que me encontraba por allí. Su inolvidable Joaquín Sobre sus gustos culinarios, señala que le agrada mucho la comida cubana, pues estuvo cerca de ella a través de su esposo, originario de Santiago de Cuba. Tongolele se refiere entonces a su vida personal y matrimonial con el polifacético músico y bongosero, Joaquín González, con quien se casó en 1956 en Nueva York, y quien, hasta su muerte, el 22 de diciembre de 1996, fue su más fiel compañero. “Él llegó a México como cantante, pero aprendió también a tocar en forma magistral la tumba y otros instrumentos de percusión. Lo hacía tan rápido que no se le veían las manos y por eso le llamaban El mago del tambor”, comenta y confiesa que fue ella misma quien lo bautizó con ese nombre. “Yo quería mantener mi vida privada al margen, pero no podía salir con nadie porque trabajaba en teatro, cabaret y muchas veces cine, casi simultáneamente”, expone. “Así ¿cómo iba yo a salir con alguien? ¿quién iba a andar conmigo? Para mí, generalmente todo era teatro, teatro y más teatro. Por eso, en alguna ocasión, yo llegué a andar con algún artista, y eso era lógico, porque era la gente con la que más convivía. “Alguien fuera del ambiente lo primero que te iba a pedir, es que dejaras el teatro, para luego empezar con la letanía: no me gusta que bailes, no me gusta esto, no me gusta lo otro”. Tongolele recuerda que su esposo Joaquín González creció con ella, así que se acostumbró. Lo único que le pidió fue que si iban a andar juntos exigía fidelidad y cordura, en su trato con la gente. Le decía: “Si me quieren saludar, tú tienes que estar tranquilo; si se ponen mal yo soy la que los corrijo, yo sé tratarlos. Gente que a veces viene tomada y quiere tomarse unas fotos, es mejor tomarlas rápido, que buscar un pleito”, relata “Estuvimos casados casi 46 años, pero fuimos amigos prácticamente desde que llegué a México. Primero lo veía como un amigo y después nos casamos, cuando ya habían nacido mis hijos gemelos, a quienes adoraba y ellos también lo quisieron muchísimo”, recuerda con nostalgia. Al recordar su imparable ascenso a la fama, a pesar de su juventud y de las muchas presiones a las que suele verse sometida una mujer tan bella como ella, considera que “la clave estribó en la taquilla. “Desde que empecé tenía taquilla y si el empresario quería otra cosa, yo lo amenazaba con terminar mi contrato. No cabe duda, a Tongolele la popularidad la salvó de muchas cosas”, me comenta risueña. La bailarina consentida de la pantalla grande. Actuó al lado de Tin Tan y Pedro Infante; la dirigió Emilio El Indio Fernández Norma Inés Rivera Con tan sólo 25 películas, Tongolele se convirtió en consentida de la pantalla grande, gracias a su singular belleza, pero sobre todo por el ritmo y sello propio que imprimía al bailar. En su filmografía se cuentan Nocturno de amor —que marcó su debut en 1948—, al lado de Miroslava y Víctor Junco. Al año siguiente filmó Han matado a Tongolele, con David Silva y Lilia Prado. Posteriormente y debido a su enorme éxito, participó en El Rey del Barrio (1949) con el inolvidable TinTan; Mátenme porque me muero y Chucho el remendado (1951), así como en Sí, mi vida, de 1952, en la que actuó Pedro Infante. Fue durante este año que Tongolele tuvo su mayor participación en el cine, con cintas como Ahí vienen los gorrones, Amor de locura, Había una vez un marido; El mensaje de la muerte y El misterio del carro express. Entre 1954 y 1956, filmó El detective, Música de siempre, Pensión de artistas y La muerte es puntual. En la década de los sesenta actuó en Súper espectáculo del mundo, Las mujeres panteras y Amor a ritmo a go go (1966). Dos años más tarde, filmó bajo la dirección del Indio Fernández en El crepúsculo de un dios. En 1971 participó en La muerte viviente (The snake people), al lado de Boris Karloff, y en 1981 volvió con Las Fabulosas del Reventón y Las Noches del Blanquita. En 1982 intervino en su última película hasta ahora, Las Fabulosas del Reventón 2. En televisión trabajó en La Pasión de Isabela, junto a Ana Martin, Héctor Bonilla en 1984 y posteriormente en 2001 en Salomé, con Edith González. Su última aparición ante el público fue en 2010 en la revista musical Perfume de Gardenia donde tuvo una intervención especial; bailó el número de la Danza africana y demostró su estilo de baile exótico y su presencia en el escenario. Su participación evocó las etapas más reconocidas de su trayectoria artística y recordó al público por qué se le consideraba un ícono del espectáculo en México. Sus grabaciones y libros También incursionó en la música. A mediados de los años 60 grabó para la CBS el disco Tongolele canta para usted, hoy convertido en un verdadero tesoro para los coleccionistas por su restringida circulación, ya que en su momento sufrió el veto de las autoridades y dejó de venderse. El risible argumento se fundamentó en que sus papeles migratorios solamente le autorizaban laborar como bailarina y no como cantante. Bajo la dirección de Sergio Pérez y Chuck Anderson, entre otras piezas el disco contenía Malaika —canción a la que Tongolele puso letra—, No llores, Sólo a ti, Caliente, caliente, Agua de beber y Me quiero perder contigo. El texto de introducción mencionaba: “…Sigue siendo la atracción irresistible del espectáculo de variedad y su mágico nombre sigue deslumbrando desde las marquesinas de neón. “…En su novel incursión como intérprete, Tongolele muestra cualidades similares a aquellas que la han convertido en la más cotizada figura de la farándula y la preparación para este paso tiene antecedentes e influencias que se dejan sentir como tahitianas tanto en la torrencial sensualidad que trasmite el cálido timbre de su voz, como en la particular orientación hacia la cadencia típica de los Mares del Sur que imprime a sus versiones”. Por las dificultades que enfrentaron, ella decidió no volver a incursionar en esta actividad. Hoy reconoce que otro de los factores que influyeron en su decisión, fue que “realmente cantar ante el público no era lo mío”. En el plano editorial —aunque expone que “me gustaría relatar mi propia historia en una biografía”—, dos trabajos reseñaron con profesionalismo, su paso por el mundo del espectáculo. El primero de ellos fue el libro No han matado a Tongolele (La Jornada Ediciones, 1998) escrito por el periodista Arturo García Hernández, con prólogo de Carlos Monsiváis. El segundo, fue Tongolele, la diosa pantera, edición especial de la revista Somos (Editorial Televisa, agosto de 2000). La historia de Tongolele va más allá de sus apariciones en cine y música, y se convirtió en una presencia decisiva del espectáculo en México. Su estilo de baile y su distintiva personalidad abrieron nuevas posibilidades para las artes escénicas. Pese a contar con tan solo 25 películas, exhibió una amplia variedad de recursos interpretativos. La diversidad de sus actividades seguirá despertando el interés de periodistas e investigadores, y parte de su trabajo se encuentra en libros y grabaciones que muestran la importancia de esta memorable bailarina y actriz en la cultura popular.