Abanico
Comienza a perfilarse la posibilidad real de que López Obrador pierda las elecciones de julio, por sus defectos que son evidentes y también por los efectos que podrían ser devastadores.
Sin embargo sería el tercer aviso de que algo está muy mal en México como para que una fuerza antidemocrática, atrabiliaria y cargada de rencor se acerque a ganar la Presidencia.
Ese rencor, o enojo y desesperanza a la vez, tiene mucho que ver con dos fenómenos: desigualdad e inseguridad.
En 2006 y 2012 amplios sectores del país nos avisaron que estaban inconformes a más no poder, y sólo se pudo vencer esa inercia gracias al miedo a una aventura que nos podía llevar al caos como el que viven otras naciones latinoamericanas.
Los sectores más pudientes del país se limitaron a decir “pasó cerca la bala”.
Y otros más piensan que
hacer patria es hacer memes cada seis años.
Cuando le pusieron el impuesto de un peso al refresco azucarado, algunos grandes empresarios cargaron contra el Estado (y en ello tuvieron al candidato populista de su lado) a pesar de que era una medida fundamentalmente social.
Llevaron al Bronco al poder en Nuevo León en venganza por ese peso al refresco.
Y ahora que llegamos a unas elecciones con una enorme deuda social, hacen memes para que no gane López Obrador.
Así no es. México necesita cambiar porque la injusticia social nos ahoga, se expresa todos los días en esos sectores que se asustan cada seis años, pero que en los cinco restantes ni siquiera saludan a sus empleados.
Rolando Cordera, ese extraordinario intelectual de la izquierda mexicana, escribió hace algunas semanas aquí en El Financiero (12-4-18) que “la médula de esta espina tan dolida y ya torcida, está en la reproducción de la desigualdad como fenómeno total, multivariado y omnipresente”.
Concluía: “Si se va a hablar de la cuestión social como se debe, entonces hay que hablar del Estado, sus finanzas y sus capacidades. Y entenderlos como una asignatura que, de seguir pendiente, nos lleva a una implosión inmisericorde”.
En efecto, que no gane AMLO nos libraría de una buena, pero el problema va a persistir porque continuará la escalofriante desigualdad, la marginación, la exclusión, el racismo. La falta de solidaridad.
Hay que ir con todo a conjurar esta tercera llamada de peligro, aunque en una de esas vence el autócrata que se presenta como solución mesiánica a los problemas. Pero si pierde, la alegría quizá nos dure poco.
Urgen en el país las medidas que hagan fuerte al Estado para distribuir mejor las condiciones de bienestar y hacer pareja la competencia.
La reforma educativa es un gran paso en esa dirección, pero no puede ser el único. Cordera propone una reforma fiscal de fondo, distributiva y recaudatoria.
Los economistas dirán si esa es la solución o no, pero algo hay que hacer para dotar de recursos al Estado a fin de promover el desarrollo en las comunidades pobres sin el paternalismo individualista de la política social actual: no hagas nada y te doy dinero para que no te mueras de hambre.
La inseguridad es el otro tema. Vamos hacia una guerra interior no reconocida como tal.
El Estado no es capaz de garantizar la vida del ciudadano que sale a unas cuadras de su casa. ¿Qué van a hacer los del barrio, los del poblado? Armarse. Y vengan otra vez las autodefensas, los grupos paramilitares, los linchamientos colectivos. La guerra interna.
El país tiene que cambiar dramáticamente.
En el combate a la desigualdad, con una política social activa, que fomente valores históricos basados en el sentido de pertenencia a una comunidad, colaboración productiva y solidaria.
Las necesidades de los menos favorecidos deben ser atendidas por el Estado, que requiere recursos y manejo honesto de ellos.
Y se necesita una nueva actitud de quienes viven bien. La solidaridad no puede ser sólo para los pobres, sino para todos los que habitamos esta casa que es México.
Si no se entiende por qué surgen fenómenos como el populismo mesiánico y se actúa para atacarlo de raíz, va a suceder lo que dice Rolando Cordera: “una implosión inmisericorde”.