Libros de ayer y hoy
CDMX, 7 de julio, 2017.- Gerardo Laveaga llegó a dirigir el Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe), con serios antecedentes de ineptitud y corrupción. Afirma sin rubor que los jueces están asustadísimos con el nuevo sistema penal acusatorio, que a su parecer “está a la altura de los mejores del mundo, pues tendrán que juzgar de verdad sin el pretexto de una averiguación mal integrada; y a los abogados se les cae el “negocio” con los clientes, a quienes cobraban por todo”. La expresión contra jueces y abogados suena fuerte. Laveaga no es en forma alguna el ideal de funcionario público. En 2013, en sesión pública del Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos (Ifai), fue acusado de indolente y perezoso, de dormirse en el Senado y de haber obtenido su nuevo cargo a cambio de garantizar impunidad. Nadie salió en su defensa cuando se cuestionó su compromiso con el servicio público y la transparencia, ni siquiera las comisionadas que votaron por él para ocupar la presidencia del Ifai lo apoyaron. Él mismo eludió debatir con quien lo cuestionó. De manera poco elegante le sacó la vuelta, quiso dar un giro humorístico a las graves acusaciones y sólo hizo la promesa de responder otro día. Laveaga, cuyo principal mérito fue haber sido compañero de Felipe Calderón en la Escuela Libre de Derecho. Desde el Inacipe, Laveaga pondera al nuevo sistema penal acusatorio y afirma que tiene la ventaja de procesar rápido, conciliando y acordando la reparación del daño en los casos menores. A la par, añade, evita que se perpetúe el cobro de los abogados a un ciudadano que buscaba justicia como en el viejo sistema, donde cada paso en un camino escabroso ameritaba un cobro y siempre bajo la opacidad favorable a la corrupción. El quimérico discurso de Laveaga fue cuestionado la semana pasada, por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) que señaló que hay que “tener claro y enfatizar que ningún sistema jurídico, por bueno o eficiente que su diseño sea, es capaz por sí mismo de resolver los problemas que aquejan a la sociedad”. La reforma penal no prevé acompañamiento y evaluación en su instrumentación, lo que puede devenir en una frustrante experiencia. Pretender como lo señala Laveaga , que la reforma cambiará un sistema anquilosado de prácticas que colindan con las más diversas formas de corrupción, se vaticina arduamente difícil, más si tomamos en cuenta que los operadores están habituados a litigar en torno a los defectos del sistema y no a través de las reglas procesales establecidas. Sin desestimar las bondades que implica el giro de un modelo de justicia inquisitorial a uno acusatorio, en lo fundamental se carece de operadores convencidos de que los cambios son necesarios y, sobre todo, posibles, en un marco caracterizado por una baja institucionalidad que ha ubicado al sistema de justicia como una de las instituciones de más pobre credibilidad social. Cuesta decir que la reforma está pensada para modificar las estructuras burocráticas del Poder Judicial más que para sus operadores y consecuentemente mucho menos para las víctimas.