
Humildad y distinción
II Macabeos 7, 1-2, 9-14: “El Rey del universo nos resucitará para un vida eterna”.
Salmo 16: “Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro”.
II Tesalonicenses 2, 16-3,5: “Que el Señor disponga los corazones de ustedes para toda clase de obras buenas y buenas palabras”.
San Lucas, 20, 27-38: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”.
Con gran tristeza comprobamos el aumento de suicidios no sólo en nuestro estado sino en todo México. Se ha perdido el sentido de la vida y también de la muerte. ¿Para qué vivir? ¿Para qué morir? Por eso adquiere mayor significado la reciente canonización del niño mártir, José Sánchez, que tanta admiración ha causado: un adolescente decidido a dar la vida y sin temor a la muerte, porque espera ganar la vida. Nos cuentan sus historiadores que cuando su madre se oponía a sus intentos de unirse a los cristeros porque lo veía todavía muy pequeño, José le respondía con gran seguridad: “¡Mamá, nunca como ahora ha sido tan fácil ganarnos el cielo!”, ¡Déjame ir!. ¡Dame tu bendición!”. Y después, cuando los compañeros temblaban de miedo ante el peligro de la batalla, él los animaba con decisión: “Hay que pelear con fe y si algún día morimos, allá arriba nos veremos en el cielo”. Muy semejante a la respuesta de uno de los hermanos Macabeos ante la tortura del cruel tirano: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará”. Cuando se tiene la esperanza de la resurrección se vive a plenitud el compromiso cristiano.
Algunos acusan al Papa Francisco de catastrófico porque ha denunciado los graves desastres que deterioran la hermana madre tierra, casa de la humanidad. Parecería que justificara a quienes se autoproclaman profetas del desastre. Ellos insisten cada día en los diversos fenómenos que nos aterrorizan y ponen en estado de angustia. Nos presentan un mundo que parece a punto de derrumbarse frente a los graves deterioros que la misma humanidad le ocasiona. No les falta razón: las guerras cada día son más sangrientas y destructivas, los fenómenos naturales arrasan con países enteros, el hambre azota a más de la mitad de los hombres, la inmoralidad, las injusticias, los secuestros, la droga; todo parece confabularse para una autodestrucción de la humanidad. ¿Tienen razón quienes anuncian un final inminente? ¿Vale la pena seguir luchando cuando la muerte nos acecha a cada instante? Hay quienes afirman que no y se entregan a una vida de placer y desenfreno que deteriora más la naturaleza y la convivencia humana. “Si no está próximo el fin del mundo, al menos ya estará cerca mi propia muerte y ¿para qué seguir luchando?”, afirman descaradamente. Incluso hemos encontrado en nuestro estado, sectas religiosas que, proclamando un inminente final, se han aprovechado de los bienes y tierras de incautos que han caído en sus falsas predicciones.
¿Qué hay más allá de la muerte? Es el problema fundamental de la existencia. Si todo termina en la fría losa de un cementerio, si no hay nada más allá, ¿tiene sentido seguir luchando, construyendo y amando? El futuro es para el hombre una dimensión importantísima que condiciona las expectativas, los planes y los esfuerzos por construir un mundo mejor. De acuerdo a la concepción que tengamos del final de nuestro camino serán los pasos que vayamos dando diariamente. Esta pregunta, de manera irónica y capciosa se le hace a Jesús. Los saduceos, más anclados en sus seguridades y comodidades, niegan la resurrección y pretenden ridiculizar a Cristo con sus cuestionamientos.
La respuesta de Jesús no pretende saciar nuestra curiosidad del más allá, sino va más a fondo: la resurrección no es una mera continuidad de esta vida, sino una plenitud de una vida transfigurada y vivida plenamente como hijos de Dios, pero no para olvidarnos de esta vida, “porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para Él todos viven”. Lejos de proponer una actitud conformista frente a la dura realidad que vivimos, propone una nueva actitud creadora y generadora de vida porque para Jesús no tiene sentido una religión de muertos, sino que el Dios de la vida se hace presente y muy vivo en cada momento del caminar del creyente.
El Papa Francisco lejos de llevarnos al fatalismo de la destrucción nos dice que los creyentes tenemos una fuerza que nos saca adelante: la fuerza de la resurrección. Cristo está vivo y nos da esperanza. Esta fe es mucho más que cultivar un optimismo barato en la esperanza de un final feliz. No tenemos derecho a adormecernos y a alentar el conformismo con un final fantasioso de la resurrección que vendría a resolver todos los problemas pero ¡en el más allá! El Dios en quien creemos no es un Dios de muertos sino de vivos. La experiencia de Cristo resucitado nos hace vivir ya aquí y ahora una fuerza que construye y compromete. Quien cree en Cristo resucitado descubre en Dios a un Padre apasionado por la vida que nos impulsa a amar y a defender la vida de un modo nuevo. El creyente está llamado, desde aquí y ahora, a la resurrección y a la vida precisamente ahí donde es lesionada, despreciada y ultrajada esta vida. ¡Qué poco valor se le da a la vida! Lo miramos en el trato a los migrantes, a los indígenas, a los ancianos y a todos los pobres que a los ojos de los poderosos nada valen.
La resurrección brilla donde se lucha y hasta se muere por defender la vida, en cualquiera de sus más débiles manifestaciones. Precisamente cuando la vida está más indefensa más requiere de la protección y el cuidado de todos nosotros. Precisamente porque creemos en la sacralidad de la vida, entregaremos todas nuestras fuerzas a protegerla, a cuidarla y a fomentarla.
Es de sabios recordar en todo momento de dónde venimos y a dónde vamos. Hoy Jesús nos invita a tener despierta esa actitud que al mismo tiempo que construye firmemente en el presente, está mirando hacia el final del viaje que tarde o temprano llegará para cada uno. Este mundo no es nuestra meta, pero desde este mundo vamos experimentando la Resurrección de Jesús que nos alienta y nos llena de esperanza frente al futuro. Nosotros también estamos destinados a la plenitud de la vida en Dios, aunque no sepamos cómo.
¿Cómo hacemos presente en nuestra propia vida al “Dios de los vivos”? Frente a la muerte cercana de nuestros parientes y amigos, ¿cómo experimentamos la Resurrección de Jesús? ¿Qué acciones concretas estamos realizando para defender la vida: en la naturaleza, en el ambiente, en los enfermos terminales, en el niño concebido, en los pobres, nuestra propia persona?
Padre misericordioso, ayúdanos a mirar nuestras preocupaciones con esperanza y a ponerlas en tus manos paternales, a fin de que podamos entregarnos con mayor libertad a construir tu Reino de Vida. Amén.