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Indicador político
EL DINERO DESTRUYE
XVIII DOMINGO ORDINARIO
Mons. Enrique Díaz
Diócesis de San Cristóbal de Las Casas
Eclesiastés (Cohélet) 1,2; 2, 21-23: “¿Qué provecho saca el hombre de todos sus trabajos?”
Salmo 89: “Señor, ten compasión de nosotros”
Colosenses 3, 1-5. 9-11: “Busquen los bienes del cielo, donde está Cristo”
San Lucas 12, 13-21: “¿Para quién serán tus bienes?”
En aquel tiempo, hallándose Jesús en medio de una multitud, un hombre le dijo: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Pero Jesús le contestó: “Amigo, ¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?”
Y dirigiéndose a la multitud, dijo: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.
Después les propuso esta parábola: “Un hombre rico obtuvo una gran cosecha y se puso a pensar: ‘¿Qué haré, porque no tengo ya en dónde almacenar la cosecha? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cosecha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: ‘Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida’. Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’ Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios” (Lc 12, 13-21).
El pueblo ha quedado en shock, como adormilado, sorprendido y confundido… nunca se imaginaron tanta violencia, tanta sangre y tan terribles consecuencias. Inició como un reclamo por recursos no aplicados, por supuestos prespuestos no utilizados y por lo que algunos califican de corrupción y abuso de poder. Acusaciones van y acusaciones vienen, y es muy difícil esclarecer los acontecimientos. Se ha presentado a nivel nacional como barbarie, como aplicación de la ley por la propia mano, como enfurecimiento de masas. No es exclusivo de Chamula, ni de Chiapas. Donde la ambición invade el corazón, se olvida la dignidad de las personas y esto sucede en todos lados, con más o menos evidencia. Juan, expulsado de hace muchos años de ese pueblo, expresa su perplejidad: “Dicen que eran 50 millones… pero eso no vale la muerte de un cristiano. Muchos menos de tantos y todos los heridos. Es mucho dolor para tan poca paga”.
Cuando los turistas visitan Chiapas, se quedan sorprendidos de su belleza, y por tanta riqueza natural. Resulta complejo explicar por qué nuestro Estado ocupa los últimos lugares en cuanto a bienestar de las familias. Tenemos los municipios con mayores manifestaciones de pobreza, con los peores servicios de salud, los más altos índices de mortalidad infantil, el mayor atraso en alfabetización y de los más altos índices de desigualdad. Y sin embargo, tenemos uno de los Estados más ricos no sólo de la República, sino de Latinoamérica. La única razón creíble: hay unos pocos que tienen todo y muchísimos que no tienen nada. La ambición no ha permitido el creminiento de muchos.
En Chiapas se hace envidente la contradicción de una sociedad moderna donde para unos pocos se abren puertas de éxito y facilidades, mientras se generan nuevas barreras para otros. El Continente Latinoamericano produce suficientes alimentos para asegurar la alimentación adecuada de tres veces su población, y sin embargo no hemos logrado erradicar el hambre. Como se sabe, Latinoamérica y el Caribe tienen el discutible privilegio de ser la región más desigual del mundo. Los niveles de pobreza y desigualdad parecen profundizarse al mirar la producción de cada uno de los países, pues pone en evidencia que la distribución y concentración de las riquezas van a parar a unas cuantas manos. Conjuntamente con esta exclusión socioeconómica se produce también la exclusión política y cultural.
Uno de los rasgos en la predicación de Jesús es la claridad con que ha sabido desenmascarar el poder alienante y deshumanizador que puede encerrar la riqueza. El riesgo que tiene quien vive disfrutando de sus bienes, es olvidar su condición de hijo de Dios Padre y de hermano de todas las personas. El dinero puede dar poder, fama, prestigio, seguridad y bienestar; pero, en la medida en que esclaviza a la persona, la cierra a Dios Padre, le hace olvidar su condición de hombre y hermano, y la lleva a romper su solidaridad con los otros. Dios no puede reinar en la vida de un hombre dominado por el dinero.
Sin embargo, la mayoría de las personas piensan que la felicidad depende de la abundancia de los bienes que posea. En efecto, ¿a quién no le atrae el deseo de tener mucho dinero? ¿A quién no le gusta la vida cómoda? ¿Quién no anhela paseos, diversiones, comidas, bebidas y experiencias nuevas? La publicidad machaca que comprando tal objeto, obtendremos éxito y buena vida, como si con el montón de bienes pudiéramos comprar la felicidad. Sin embargo, Jesús dice que la felicidad no depende de ello. ¿A quién le hacemos caso: a la opinión de mucha gente o a la Palabra de Dios?
Y no es que no sean necesarios el dinero o los bienes materiales. Claro que son necesarios, y el mismo Jesús nos invita a hacer un recto uso de esos bienes. Pero una cosa es el uso y otra el abuso; una cosa es solucionar las necesidades y otra ir acumulando indefinidamente. Una cosa es aprovechar bien los bienes materiales y otra muy diferente hacerse esclavo del dinero y de esos bienes. Cuántas veces, incluso en la familia, está primero el dinero que los hijos, que la esposa o que los hermanos. El ejemplo más claro lo encontramos en el mismo Evangelio, donde dos hermanos luchan por la herencia. No es caso extraño: luchan por el dinero los amigos; se odian por dinero los hermanos; se dividen los partidos. Todos estamos expuestos a caer en las garras del dinero: el funcionario, la Iglesia, el político y hasta los familiares.
Cristo hoy nos lo enseña con palabras magistrales: “Eviten toda clase de codicia, porque aunque uno lo tenga todo, no son sus posesiones las que le dan vida”. Jesús no invita al conformismo. Lo primero es la justicia, querida por Dios, predicada por Jesús: que todos tengan pan, educación, techo… fruto de la comunión, de la solidaridad. Pero puede ocurrir que cuando tengamos lo justo, lo que nos corresponde como hijos y hermanos, ambicionemos más. Esta codicia nunca nos permitirá ya descansar. Es muy difícil ya decirse a uno mismo: “Hombre, tienes muchas cosas guardadas para muchos años, descansa, come, bebe, pásala bien y ayuda a los demás…”. Normalmente, no hay quien pare ya el dinamismo de la codicia. Hay que estar alerta. ¿Hasta dónde llegar en la acumulación de bienes?
La codicia de unos pocos, o de unos muchos, impide el desarrollo de los pueblos y además es contagiosa: ¿por qué se me ocurre mirar a otros y compararme con otros para ambicionar más cada día? ¿Por qué no se me ocurre mirar a los que tienen menos y que viven más sencillamente para moverme a compartir con ellos? “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque suyo es el Reino de los Cielos”.
Enriquecerse en Dios es vivir como Jesús: vivir confiados en las manos de nuestro Padre Dios, buscar el Reino como lo principal, lo demás vendrá por añadidura… enriquecerse en Dios es amasar una única fortuna: la del amor, la de las buenas obras con los más pequeños y desfavorecidos. ¿Cuál es mi actitud frente al dinero? ¿Dónde está mi corazón.
Señor Jesús, concédenos un corazón sencillo, libre de la codicia, dispuesto a compartir, a construir y a distribuir como lo hace nuestro Padre Celestial. Amén.