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+Mons. Enrique Díaz
Diócesis de San Cristóbal de Las Casas.
Éxodo 16, 2-4. 12-15: “Voy a hacer que llueva pan del cielo”.
Salmo 77. “El Señor le dio pan del cielo”.
Efesios 4, 17. 20-24: “Revístanse del nuevo yo, creado a imagen de Dios”.
San Juan 6, 24-35: “El que viene a mí no tendrá hambre, el que cree en mí nunca tendrá sed”.
Les dijeron que estaban locos pero ellos no podían dejar que el niño muriera de hambre. Así, a la angustia y necesidad de alimentar tres niños, se añadía una boca más. David llegó a ser parte de aquella humilde familia cuando perdió a su madre y su padre lo abandonó a su suerte. Ahora llama “mamá y papá” a quienes sólo por generosidad lo recogieron, lo alimentaron y lo hicieron crecer. “Crecimos en mucha pobreza. Tuvimos que trabajar duro para salir adelante, pero nunca me faltó el cariño y una tortilla. Más que la tortilla fue el calor de un hogar y el amor de una familia que me protegió. Sus pobres tortillas me hicieron persona, me dieron nueva vida”. Recuerda ahora David con mucho agradecimiento.
¿Por qué buscamos nosotros a Jesús? El pasaje de este día resulta revelador. Jesús ha dado de comer a miles de personas, lo más natural es que ahora lo quieran seguir a todos lados. Alguien hablaría de populismo, dar al pueblo pan y circo, que se olvide de sus problemas y alimente su estómago. Jesús no acepta esta búsqueda interesada, exige una búsqueda más comprometida y seria. Exhibe lo equivocado de esa actitud pues al hacer su pregunta: “¿Qué obras debemos hacer?”, continúan en el plano de lo exterior y de lo superficial, Cristo los invita a una nueva actitud. No es sólo lo exterior, implica un cambio profundo en lo interior. Les pide una única obra: “creer en Él”, no basta encontrar solución a la necesidad material, hay que aspirar a la plenitud humana, y esto requiere su colaboración. Los invita a trabajar por conseguir el alimento que no acaba, que permanece, el que da la vida sin término, dándole su adhesión a Él como enviado de Dios. Es elevar más allá la mirada. Estamos tan absortos y necesitados del pan material que nos ahogamos en la angustia de cada día. “Trabajamos para comer y comemos para poder trabajar”.
¿Es escandalosa la propuesta de Jesús? Ya desde los signos que rodean el milagro, nos manifiesta que el pan que sacia el hambre debe ir acompañado también del reconocimiento de la dignidad de cada hombre y de cada pueblo. Nadie tiene derecho a utilizar el hambre como arma para controlar la voluntad de un pueblo. Saciar el hambre, progresar solamente en el aspecto económico y tecnológico, no basta para dar a la persona su verdadero puesto en la creación. Con frecuencia el progreso va unido a nuevas formas de esclavitud y de explotación que atan y deshumanizan. Es urgente buscar caminos que acaben con el hambre pero no basta, se requieren nuevas formas de acercar a la mesa a los hermanos en unidad y fraternidad, compartiendo y construyendo un mundo donde los individuos y los pueblos alcancen un desarrollo integral y pleno. El día que no necesitemos “campañas contra el hambre” y todos tengan lo suficiente para vivir, estaremos cumpliendo el plan de Dios. Cristo propone una nueva visión de la persona que incluye su realización plena: “No busquen el alimento que perece”. La persona requiere, además del alimento, su reconocimiento, su realización y su integración en la comunidad. Requiere también esa vida en plenitud con Dios donde encuentra sentido su existencia.
¿Habrá una integración más plena entre dos cuerpos que la proporcionada por el alimento? El pan que nos alimenta se convierte en nuestra sangre, en nuestros miembros, en nuestra carne y no podemos decir “aquí tengo un trozo de pan que comí en la mañana”, sino que se transforma en nosotros mismos, en nuestros miembros. El aparato digestivo descompone y trabaja los elementos de la tortilla, el frijol o el pan que comemos y da vida y fortaleza a nuestro cuerpo. Cristo ha escogido el pan como signo de su presencia y de su integración a cada uno de nosotros. El pan tan común en su cultura, tan insignificante y tan indispensable. Compuesto de pequeños granos triturados, descompuesto para dar vida, sostiene a la persona y le da energía para su trabajo. Llega a ser parte de la misma persona y así se transforma en vida al morir. Cristo ha escogido este signo y se hace para nosotros pan de vida. Se une a nosotros, pasa desapercibido y se convierte en parte nuestra, o, quizás sea mejor decir, nos convierte en parte suya para seguir dándonos vida. Quizás no hemos reflexionado profundamente en esta maravillosa transformación y no hemos dado gracias suficientes por este regalo de Jesús que se quiere quedar tan dentro de nosotros hasta formar parte de nosotros mismos, hacerse cuerpo nuestro, hacernos cuerpo suyo.
Creer en esta presencia, creer en Él, es la exigencia que este día nos presenta. Si tomáramos en serio este signo, cómo cambiaría nuestra vida en cada comunión. Nos unimos a Cristo, Él se une a nosotros, y así también nos unimos a todos los hermanos. Es una verdadera “comunión” que comporta compromisos muy coherentes en la vida diaria. No tenemos derecho a vivir una vida adormilada e indiferente, sino una vida en plenitud y unidos a Jesús. No podemos vivir una vida individualista y comodina, sino compartida y comprometida con cada uno de los hermanos a los que nos ha unido Jesús. Es la única obra que nos pide Jesús: “creer en Él”, pero creerlo en serio y de verdad; una fe que lleve a las obras, una fe que no se quede en simples deseos, sino que se transforma en acción y en entrega.
¿Cómo es nuestra fe en Jesús? ¿Qué significa para mí que se haya hecho pan, que me alimente, que me dé fuerzas y me sostenga? ¿Cómo vivo la comunión con Él y con los hermanos? ¿A qué compromisos sociales y evangelizadores me impulsa la Eucaristía así vivida?
Señor, tú eres el pan de vida, formado de múltiples granos, entregado y triturado para darnos vida, concédenos creer en ti, en tu Eucaristía y entregarnos para vivir plenamente en comunión contigo y con los hermanos. Amén.